domingo, 31 de enero de 2016

Si sonríes, es que no has leído todavía las últimas noticias

En el Vaticano han tapado las estatuas y pinturas con desnudos para no ofender los impresionables ojos del presidente de Irán, un cura musulmán llamado Hasán Rohaní, que rendía una visita de estado. Se conoce que Rohaní es un moderado. Y la culpa de semejante censura la tiene, precisamente, que Rohaní sea un moderado. Si llega a ser un radical, nunca habría visitado Roma, salvo para ocuparla militarmente. Tapar el arte exhibido en el Vaticano es como destruir los budas de Bamiyán o las ruinas de Palmira, pero momentáneamente y sin explosivos. No es un ejercicio de cortesía, sino de violencia: se reprime la mejor manifestación del espíritu humano para que alguien no vea perturbadas sus convicciones, emanadas de la necedad, la ignorancia y el miedo; se oculta a Miguel Ángel para no ofender a un clérigo, igual que, en el país del clérigo, se oculta el cuerpo de las mujeres para no ofender a los varones y se ocultan y castigan las opiniones discrepantes para no ofender a quienes gobiernan, que son clérigos como Rohaní o, si no lo son, comparten disciplinadamente sus creencias. Se trata, pues, de ocultar, de invisibilizar, de reprimir. ¿Qué vale el Apolo de Belvedere frente a la convicción de un sarraceno de que la salvación radica en dar vueltas alrededor de un meteorito? ¿Y el Laocoonte y sus hijos, frente a su esperanza de la vida eterna, rodeado de huríes eternamente vírgenes y obsequiosas? El Vaticano se pliega al delirio moral de los mahometanos en defensa propia: así puede exigir que los demás se plieguen al suyo, cuando sean ellos los que estén en casa ajena. Pero su cobardía ofende a cualquier persona que no esté cegada por el prejuicio y la confusión.

Un toreador llamado Franciso Rivera Ordóñez, creo, ha dado un salto gigantesco en su carrera a la inmortalidad toreando una vaquilla con su hija en brazos. La razón para hacerlo es que su padre, aquel ejemplo de macho hispánico y hombre ilustrado que fue Franciso Rivera Paquirri, también toreó con él en brazos cuando era niño. Según él, no había ningún peligro en hacerlo. Según él, hay más peligro en que su hija salga todos los días a la calle, esa jungla pavorosa, llena de coches que no paran en los pasos de peatones y tejas que a lo mejor se lleva el viento y te fracturan el cráneo. Efectivamente, torear vaquillas no entraña ningún riesgo: Antonio Bienvenida, por ejemplo, no murió revolcado por una vaquilla (ni Paquirri, el padre del toreador Francisco Rivera Ordóñez, portó su féretro en Las Ventas). Después de él, y para reivindicar la inocuidad del toreo y su vigencia en la sociedad, otros toreadores han imitado su gesto, o dado a conocer que ya lo habían imitado, como Juan José Padilla, al que un toro le vació un ojo de tremenda cornada hace cinco años y que desde entonces luce, con mucho orgullo y españolía, un magnífico parche en el ojo ausente, amén de unas patillas en hacha que hacen que las de Curro Jiménez parezcan hilos dentales. A Juan José Padilla, diestro siniestro, solo se falta un guacamayo en el hombro para erigirse en la viva imagen de John Silver el Largo, aunque él no sepa quién es John Silver el Largo y prefiera echarse a la cara, y nunca mejor dicho, morlacos que loros. Como se ve, el cretinismo no es solo patrimonio de los clérigos, de cualquier confesión, aunque estos lo cultiven con esmero y perseverancia. El cretinismo aqueja a otros colectivos, como el de los toreros, con dedicación casi religiosa. Y se transmite de generación en generación: de Paquirri a Rivera Ordóñez, pasando por la viuda del primero, una tal Isabel Pantoja, a la que yo he visto salir a un escenario exhibiendo a su hijo, Paquirrín otro ejemplo de clarividencia, como un neanderthal exhibiría la cabeza cortada de su enemigo. 

Los niños están de moda. Ahora ya no solo los besan los políticos en las campañas electorales, sino que torean vaquillas y hasta acuden al Congreso a ser amamantados. Qué bonita imagen la de Bescansa, creo, cuidando a su rorro en el escaño tan brillantemente obtenido en las últimas elecciones. Qué enternecedor y reivindicativo. Quizá podría seguirse el ejemplo de la podemita con otros grupos discriminados de nuestra sociedad: por ejemplo, algún día podría acudir algún diputado a las Cortes en silla de ruedas, para recordar a los españoles las dificultades que sufren los minusválidos en su vida cotidiana; o bien con su abuelo, octo o nonagenario, para denunciar el miserable estado de las pensiones o la soledad incurable de muchos mayores abandonados por todos. Los ejemplos pueden multiplicarse. El único problema que le veo a semejante desfile de marginados es que los diputados estén demasiado distraídos con su presencia y se olviden de legislar en su favor. A lo mejor valdría la pena que, en lugar de pasearlos por un lugar en el que quizá no tengan mucho que hacer, los padres (y madres) de la Patria trabajaran por ellos (y por todos) con más entrega e inteligencia de lo que han hecho hasta ahora. 

Hacienda persigue a los escritores, es decir, el Estado persigue a los escritores, que han cometido la abominación de cobrar una pensión, en la mayoría de casos exigua, si no mínima, cuando también cobraban derechos de autor por los libros que habían escrito, o remuneraciones por las conferencias que habían impartido, o gratificaciones por los bolos en que habían participado. Un escándalo, sin duda. Que alguien que lleva toda la vida cotizando como autónomo caiga en la iniquidad de percibir una jubilación de 600 euros al mes y, al mismo tiempo, cobrar un artículo publicado en un periódico local, dice muy poco en favor de los escritores, a los que considerábamos gente honrada y respetuosa con las normas. No sé a dónde vamos a llegar. Hacen muy bien los inspectores de Hacienda en actuar contra ellos: aquí todos somos iguales. Si un escritor abusa de sus privilegios, que pague; si el tesorero de uno de los principales partidos políticos del país desfalca y evade millones de euros a una impenetrable cuenta suiza, que pague; si los banqueros roban muchos millones de euros y los depositan irrecuperablemente en las Islas Caimán, o bien los dilapidan con una gestión nefasta, con lo que aún son más irrecuperables, que paguen; si muchos grandes empresarios declaran beneficios irrisorios, que paguen; si infinidad de abogados y otros profesionales liberales cobran en negro sus carísimos servicios, que paguen; si Ryanair tributa en Irlanda, que pague. En fin, que el que la haga, que la pague. Al fin y al cabo, sus actividades tampoco son tan distintas: los escritores escriben libros y los tesoreros, empresarios y banqueros también: los de contabilidad, y quizá aún más creativamente que aquellos.

Se han levantado voces de indignación por la tímida o más bien inexistente reivindicación de la figura de Miguel de Cervantes, con ocasión del 400º aniversario de su muerte, sobre todo en comparación con la atención que le está prestando el mundo anglosajón a su 400º aniversario: el del fallecimiento de su escritor universal, William Shakespeare. En realidad, está muy bien así: manteniendo el silencio, el misterio, sobre un determinado autor, se lo potencia más que vociferándolo y divulgándolo. Divulgar a un autor es plebeyo. Cuánto mejor no es mantener esta actitud aristocrática, que reclama el acceso disimulado, íntimo, secreto, a su obra. De hecho, la mejor forma de actuar en su favor sería prohibirlo: así la gente sentiría la atracción morbosa por conocer lo prohibido, por quebrantar el tabú de la interdicción. El Quijote se compraría discretamente en las trastiendas de las librerías de viejo, cuando la policía no acechase, y se llevaría a casa bien escondido en la mochila, aunque siempre con el temor de que un municipal o un secreta lo parase a uno por la calle y le obligara a vaciar el macuto (los macutos siempre son sospechosos). Y cuanta más pena de cárcel se impusiera a los lectores de Cervantes, más se haría por su literatura, más por su difusión y su prestigio. Se leería febrilmente, en rincones en penumbra, con la compañía, quizá, de un whisky fervoroso y, los fumadores, de una sucesión ansiosa de pitillos, temblando por la excitación del descubrimiento y la transgresión. A los niños, en cambio, hay que preservarlos de su nefasta influencia. Los niños están mejor en las tientas de vaquillas o los escaños del Congreso. 

Se acaba de desvelar la enésima trama de corrupción organizada del PP en Valencia, por la que se ha detenido ya a 50 personas. Valencia ha sido el far west del choriceo patrio, aunque Madrid sigue esforzándose por no quedar descolgada y en Cataluña se ha hecho todo lo posible por equipararse al nivel general de mangoneo, y aun excederlo. Yo me imagino una del Oeste, rodada en la Albufereta, con Eduardo Zaplana de terrateniente del pueblo, Rita Barberá de madame del saloon, Francisco Camps de predicador borrachín, Carlos Fabra de tahúr impasible y Alfonso Rus de matón de gatillo fácil. Uno de los detenidos en esta nueva redada es, precisamente, el tal Rus, el inefable alcalde de Xàtiva, presidente de la Diputación de Valencia y también presidente del PP valenciano, al que se grabó el año pasado contando billetes de una mordida en un coche. (Ignoro si el presidente le ha mandado un SMS recomendándole fortaleza). La putrefacción del PP es general y sistemática. Y la putrefacción moral de quienes lo siguen votando, también. Que Rajoy continúe diciendo, como lleva haciendo estos años, que la corrupción es un problema individual y que en todas partes cuecen habas, es la mejor prueba de su pasividad personal, su ceguera política y, lo que es peor, su falta de estatura ética. Al parecer, el PP en Valencia va a ser disuelto y sustituido por una gestora. Eso es lo que sucedió en Marbella, por primera y hasta el momento única vez en la vida política española: el ayuntamiento de aquel político preclaro, Jesús Gil, fue reemplazado por una gestora, bajo control judicial. Pero es que Jesús Gil era digno de militar en el PP.

jueves, 28 de enero de 2016

Guildhall y el anfiteatro romano

La Guildhall Art Gallery —una de las pocas salas de arte importantes que nos quedan por conocer en Londres— contiene la colección de pintura y escultura de la City de Londres. Es un edificio moderno, construido en 1999 en estilo semigótico para sustituir a uno anterior, dañado por los bombardeos alemanes en 1941. El hecho de que se asemeje al edificio adyacente, asimismo llamado Guildhall, sede durante siglos del ayuntamiento de la City, cuya frontispicio luce la magnífica leyenda Domine dirige nos, es loable para garantizar la coherencia arquitectónica del conjunto, pero resulta contradictorio con que, en la misma plaza, enfrente de ambos, se alce el actual ayuntamiento de la City, un edificio monstruoso y gris, edificado a base de gigantescos cubos. Llegamos a la hora de comer, con la esperanza de hacerlo en el restaurante del museo: casi todos lo tienen en Londres. Entramos —la visita es gratuita: ¡albricias!— y nos dirigimos, salivando, al No Colour Bar, que, para nuestra satisfacción, está anunciado, con cartelones muy grandes, en todas las salas. Sin embargo, el No Colour Bar no es un bar, sino una exposición de arte negro. Maldecimos, por una vez, las manifestaciones antirracistas y salimos, en busca de alguna solución para el hambre. Nos encontramos en el centro de la City, uno de los lugares más inhóspitos de Londres los fines de semana: aquí todo está dispuesto para atender a las docenas de miles de ejecutivos y brokers que trafican con nuestro dinero en el mundo, de suerte que, cuando no hay ejecutivos ni brokers, el lugar se queda desolado: los bares están cerrados, las tiendas están cerradas y apenas hay nadie por la calle (aunque esto me gusta). Por suerte, encontramos un pub agradable a poca distancia de Guildhall, el Ye Olde Watling, construido, al parecer, por Christopher Wren, el archiarquitecto inglés, para alojar a los obreros que trabajaban en la reconstrucción de la catedral de Saint Paul, tras el gran incendio de 1666. Lo hizo con la madera proveniente de barcos desguazados, algunos de cuyos tablones sobreviven todavía. Allí dibujaba también Wren los planos de la nueva catedral, quizá en el espacio en que nos sentamos hoy para dar cuenta de sendos contundentes pasteles de carne, regados con cerveza y sidra, cuya devoración, no obstante, se ve emborronada por el Happy birthday to you! que los empleados del pub le cantan a una parroquiana, con desfile de pastel con velitas incluido. Estas pequeñas ceremonias públicas, entre mercantiles y familiares, siempre me han dado vergüenza ajena, pero a los ingleses parecen encantarles. Regresados a Guildhall, nos atrevemos esta vez a sumarnos a una visita guiada. Las visitas guiadas nos gustan tan poco como los viajes organizados, pero hay que reconocer que, a veces, si el guía es bueno, puede uno aprender mucho. La colección contiene unas 4000 piezas, de las que apenas se exponen 250. Su origen es singular: tras el incendio de 1666, un equipo de veintidós jueces se pasó dos años resolviendo en este lugar las disputas entre vecinos, inquilinos y caseros por los derechos y propiedades arrasados por el fuego y, dado que la ciudad no tenía dinero para recompensarlos, decidió agradecerles su labor pintando un retrato de cada uno de ellos. Esos veintidós cuadros constituyeron el fondo inicial de la galería, que se ha ido incrementando hasta hoy. En la visita a las salas, veremos uno, y con eso nos bastará. En realidad, todos eran iguales: un gran corpachón con una toga roja, sobre un fondo tribunicio; lo único que cambiaba era la cara del magistrado, que en algún caso, como el que tenemos ante nosotros, resultaba demasiado pequeña para el cuerpo. Obviamente, este cuadro del juez microcefálico solo tiene un interés histórico. Lo mejor de la galería está en otras partes, sobre todo en la gran cantidad de arte victoriano que constituye el núcleo de la colección. Destacan varias piezas prerrafaelitas y, en particular, la magnífica La Ghirlandata, de Dante Gabriel Rossetti, aquel desdichado poeta y pintor que enterró toda su poesía inédita en la tumba de su joven esposa, que se había suicidado con láudano después de dar a luz a un niño muerto, y que luego, a petición de sus amigos, la desenterró para publicarla. Hay que ver lo que hacen los poetas por publicar. Para más inri, el tremebundo gesto ni siquiera le sirvió para ganarse el favor de los lectores: la crítica vertió juicios vitriólicos sobre su poesía, considerada inapropiada y ofensiva: era nada menos que carnal. La guía, en cualquier caso, subraya el valor de La Ghirlandata —de la que William Morris dijo que era el cuadro más verde que existía, y no se refería a lo mismo que los críticos de su literatura, sino al hecho de que está compuesto con unos tonos verdes arrebatadores— asegurando que, si hubiera un incendio en la galería, este sería el cuadro que los administradores se apresurarían a salvar. (El fuego ciñe, fáctica o idealmente, el devenir de la Guildhall). Vemos otras piezas interesantes, como los dos sermones de John Everett Millais —un díptico que parece anticipar algunos rasgos de Norman Rockwell— y el delicadísimo La lección de música, de Frederic Leighton, así como una muestra, también muy atractiva, de la pintura naïf de Matthew Smith. La guía nos lleva a continuación a un piso inferior, donde hay una pequeña exposición conmemorativa del 400º aniversario de la muerte de William Shakespeare. La exposición es reducida, en efecto, pero impresionante: contiene la escritura de compra de una casa en Blackfriars por parte de Shakespeare, con su firma auténtica (que solo se ha identificado en seis documentos; a Ángeles le parece un garabato más que una firma y se pregunta si Shakespeare no sería una mujer: sin saberlo, se ha sumado a la legión de gente que sospecha que Shakespeare no fue Shakespeare, sino otra persona. ¿Qué tendrá el dramaturgo para hacer sospechar siempre, y tan radicalmente, de su identidad?) y un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de sus obras, aparecida en 1623. La muestra se completa con dos voluminosos libros: uno con la minuciosa regulación que afectaba a la actividad teatral (que se consideraba propia, en aquella época, de vagos, maleantes, indeseables y putas), por ejemplo, no se podía salir bailando del teatro, porque eso inducía al desenfreno y, ulteriormente, a la fechoría; y otro con las innumerables y no menos minuciosas quejas de los honrados vecinos de Londres por el comportamiento inaceptable de los teatreros. Pero, con ser todo lo visto muy estimable, lo más fascinante de la Guildhall Art Gallery es el anfiteatro romano que alberga. Cuando se estaba construyendo el edificio, en 1988, se dio con sus ruinas, a quince metros de profundidad. Todas las ciudades romanas importantes tenían un anfiteatro, y los arqueólogos estaba seguros de que también debía de haber uno en el subsuelo de Londres, pero no se sabía dónde. Hasta que apareció aquí. Un primer anfiteatro de madera se construyó en 70 d. C., veinte años después de la fundación de Londinium, y en el s. II se edificó en piedra, cuyos restos contemplamos hoy. En sus momentos de esplendor, acogía a más de 6000 personas. Pero dos siglos más tarde se abandonaría definitivamente: el espacio que ocupaba se utilizó como vertedero y los habitantes de la ciudad, sajones, se llevaron las piedras para construir otros edificios y sus propias casas. Hoy quedan los cimientos y los restos del sistema de desagüe, con las maderas originales: algunas piezas siguen perfectamente encajadas. También la arena que recubre el recinto es original: la misma que pisaban los espectadores y los gladiadores de hace casi dos mil años. Para mi decepción, los gladiadores no luchaban entre sí. No hubo aquí nunca combates entre personas, sino entre personas y animales: perros, lobos, osos. La cosa se me hace un poco descafeinada, pero qué le vamos a hacer. La guía nos indica un punto de los sillares conservados en los que se aprecian todavía los agujeros donde se encajaban las puertas de metal de las jaulas en las que las fieras esperaban la salida al coso. Al otro lado esperaban sus matadores o sus víctimas. Entre número y número, para entretener al público con divertidas amenidades, se celebraban también ejecuciones en el anfiteatro. La gente comía, bebía y se solazaba. Qué estupendos eran los días de circo. También nosotros lo hemos pasado bien. No hemos visto a ningún luchador despedazado por un sttafordshire bull terrier o un oso pardo, ni a ningún caco colgando de una soga, pero hemos disfrutado igualmente. Cuando salimos, al lado de la iglesia de Saint Lawrence Jewry, vemos un poste de teléfono de la policía, gratis y azul. Desde aquí se podía avisar a la fuerza pública de cualquier desmán. Pero ya no: un cartel anuncia que no funciona y que para telefonear hay que utilizar un teléfono público, rojo y de pago. Ah, cómo cambian los tiempos.

lunes, 25 de enero de 2016

Dreno

Dreno es el tercer poemario de Matías Miguel Clemente, un albaceteño de 1978 que, como tantos otros españoles en estos tiempos de tribulación, ha tenido que buscarse la vida fuera de España. Ahora reside en Turín. Yo conocí su poesía al principio de mi colaboración con DVD ediciones, hacia 2003, cuando él ganó el Premio de Poesía Joven de Radio 3, que entonces publicaba la editorial barcelonesa, con Lo que queda. Luego, en 2007, dio a conocer Los límites en otro sello catalán, La Garúa, dirigida por mi buen amigo Joan de la Vega. Y ahora nos entrega este Dreno en la muy activa editorial La Bella Varsovia, favorecedora sobre todo de la poesía más joven. Dreno parece el nombre de una ciudad alpina o un castillo bávaro, pero es la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo "drenar", y ese significado "asegurar la salida de líquidos, generalmente anormales, de una herida, absceso o cavidad", como preceptúa la Academia determina la realidad del libro, dedicado a presionar las heridas del lenguaje para extraer de ellas cuanto le perjudica, bien porque sobra, bien porque no significa nada, o bien lo peor de todo porque miente. Las heridas del lenguaje no son, paradójicamente, como las del cuerpo: no sangran, sino que se encallecen; no supuran: se fibrosan. Las heridas del lenguaje son coágulos de in-significación, abscesos de tedio, escaras de ocultación o falsedad, y una de las tareas del poeta, acaso la más importante, es sajar esos grumos, descubrir la carne desubstanciada por la costumbre o el vacío, el sentido asfixiado por la superposición de materiales inanes. En Dreno, Matías Miguel Clemente reúne cuarenta escenas en prosa, siempre vinculadas al vivir cotidiano o a la presencia del arte y la literatura, construidas y a la vez destruidas por una lenguaje anómalo, que incurre a menudo en la subversión. Las escenas siguen siendo reconocibles "Ciego", "Casa", "Brazo", "Alondra", "El violoncelista de Sarajevo. Biblioteca", "El diablo cruza el Po"..., pero lo son gracias a su desordenación, a su desbaratamiento, al perfil palpitante que adquieren por mor de su rebeldía. Así lo confirma el poema más breve del conjunto, este monóstico que lleva el título del libro y que encarna, entre vanguardista y gongorino, una poética: "Tengo que poner un poco de orden en poco esto un todo de orden". Es muy significativo, también, que el libro esté dedicado a "buzos, alpinistas y astronautas": gente que sube a lo más alto o se sumerge en lo más profundo; gente que quiere encontrar la verdad en lo abismal o en lo sidéreo, lo que, bien mirado, viene a ser lo mismo. Y todo está en las palabras que se juntan, o que se desjuntan, en el poema. Matías Miguel Clemente desmonta lo previsible y regala una articulación a contrapelo, a contraluz, que vivifica, por desanudarlo, cuanto describe. El lector deambula por estos instantes desacomodados como si asistiera a un extraño espectáculo de ingeniería y demolición, y comparte su incomodidad: respira el polvo de lo que se erige con esfuerzo y se derriba con naturalidad. Y así debería ser siempre: que los poemas nos descolocaran; que nos recordasen que la realidad no es un objeto ajeno a la representación de la realidad, sino una edificación cuya mampostería son las palabras, e incluso las sílabas; que los poemas nos persuadieran de lo que subyace en las cosas, de lo que las cosas contienen más allá de su apariencia. Lo coloquial convive en Dreno con lo culto, y lo quebradizo con lo violento. La investigación en los sentimientos se traba fluidamente con la observación del mundo, y el resultado de esa concordia encabritada es una breve convulsión, tan dérmica como penetrante. "Todo poeta es un sismógrafo", ha dicho Javier Moreno, y Matías Miguel Clemente lo cita al pie del poema "Terremoto". Ciertamente: todo poeta percibe las ondas subterráneas del yo, y de cuanto acecha al yo: el poema es su transcripción, sintética y delicada, pero anunciadora de un íntimo temblor o un cataclismo inaudible. Uno lee por ahí los elogios inacabables que merecen libros colmados de tramoya, futilidad y ñoñería, y se pasma de que tanta vaciedad produzca tanta algarabía. Dreno, en cambio, ofrece verdad, verdad desconcertada y desconcertante, llena de interrogación, de contradicción, de claroscuros, es decir, de vida. 

Esto dice el poema "Grande":

Las cosas grandes como una demolición tienen un punto de partida, un inicio como de vida inminente, una esencia eléctrica que se deja oler, una premonición en clave de sombra.

Las cosas grandes como una tarde entera, en una fotografía, tienen una lenta salivación primera, un duelo, un gusto anticipado a salto, a herrumbre que se excede líquidamente antes de aparecer delante de nosotros.

Las cosas grandes como tú sentada en el mundo-suelo, durmiendo junto al radiador, tienen la habilidad de no comenzar hasta pasado un rato, en el que un brillo húmedo aparece en tu boca y en la boca de la enormidad.

Las cosas grandes, com un enorme silencio de gente que se esconde, tienen un hilo del que tirar, para acelerarlo todo y parar la vida a través de una roadmovie, un hilo del que dispone y que se encuentra callándose todos hacia los lados, huyendo.

Las cosas grandes como un dolor lechoso en el vientre, tienen apenas una carencia de músculo y articulación, que no le faltará nunca al movimiento de mis manos en tu pecho.

Las cosas grandes como las que se hacen con los ojos en el metro, mientras se espera, tienen ese temblor que tiene también la mano del viejo que pelea al tiempo otra parada.

Las cosas grandes que intento guardar en mis bolsillos se clavan y duelen por sus formas incomprensibles y desoladas.

Todo lo grande es impaciente y sobrevive por la cadencia con la que observamos su leve temblor, su deseo y su ansia de permanencia.

La soledad es una forma de drenar todo lo grande. Yo lo dreno a través de formular un verbo que conozco como sersolitario. Lo conjugo y lo mentalizo a base de secarme la frente ante lo enorme.

viernes, 22 de enero de 2016

Plata bajo tierra

Las Silver Vaults son uno de esos lugares que ni siquiera los londinenses conocen, o que conocen poco. La mejor prueba es que, cuando llegamos, un sábado por la mañana a una hora en que toda la ciudad está en las calles, visitándolo todo, apenas hay nadie. El solo hecho de que en un sitio haya poca gente hace que me guste, aunque aquello a lo que esté dedicado no me atraiga como Monica Bellucci. Fue una amiga de Ángeles la que le habló de estas cámaras acorazadas para la plata, que así se podría traducir Silver Vaults; de esta forma circula mucha información entre los visitantes de la capital: de boca en boca, como el trapicheo de marihuana. Las Silver Vaults son otra consecuencia del esplendor comercial de la Gran Bretaña, que tuvo su apogeo en la segunda mitad del s. XIX: se construyeron en 1876 para que los londinenses pudieran guardar sus joyas, documentos personales y objetos de valor, pero pronto los comerciantes de la ciudad sobre todo, los que manejaban mercancías más delicadas y valiosas, como joyas y platería descubrieron que aquellas espléndidas cajas fuertes constituían el reducto óptimo, por inexpugnable, para almacenar sus bienes y propiedades, y empezaron a alquilarlas como almacenes permanentes. Y así se han quedado. Hoy configuran unas singulares catacumbas, en las que los antiguos almacenes se han convertido en tiendas, cuyos propietarios son, en muchos casos, descendientes de aquellos joyeros decimonónicos que decidieron guardar aquí sus metales preciosos. Las Silver Vaults están en Chancery Lane, en los sótanos de un edificio amazacotado y gris como el tiempo. No es el original, que fue destruido por una bomba en la Segunda Guerra Mundial; este data de 1953. A pesar del impacto de las bombas alemanas, las cámaras no sufrieron ningún daño. Y no sorprende: en el subsuelo y protegidas por muros de más de un metro de espesor, forrado de acero, están a salvo de casi todo, salvo, quizá, de una explosión termonuclear. De hecho, nunca han sufrido ningún robo (para hacer un butrón aquí, haría falta una tuneladora como las que se utilizan para horadar las montañas de los Alpes). La seguridad es absoluta. Quizá alguna película de Hollywood se podría plantear, como argumento, el robo de este lugar y no el de Fort Knox, que está muy visto ya y que, además, parece bastante más fácil. La entrada es gratuita, y, paradójicamente, el único control de seguridad es un vistazo superficial a los bolsos de las señoras por parte de un conserje también amazacotado y gris. Los pasillos donde se alinean las cámaras de seguridad parecen unas catacumbas, sí, pero también una cárcel: donde en las prisiones hay celdas, aquí hay cajas fuertes. Y cada una es un establecimiento. Uno pasea por el lugar, limpiamente iluminado, lustroso hasta el dolor de ojos, y observa cada uno de los negocios como una pequeña cueva de Alí Babá donde se acumulan objetos de plata, pero también de oro y otros metales preciosos, cristalerías, relojes, obras de arte, porcelanas, sellos y hasta trofeos deportivos. En todas azacanea un responsable (no me atrevo a llamarlo dependiente: es demasiado plebeyo), por lo general encorbatado (también veo algunas pajaritas) y de pelo blanco, aunque también hay alguna rusa gritona, como Madame Chenniki, que despacha vigorosamente sus asuntos por teléfono en un inglés de asperezas eslavas. Son 68 tiendas, repartidas entre 27 propietarios. Casi todas exhiben parte del género en vitrinas exteriores. La variedad de lo expuesto es inimaginable. Me llaman la atención, en particular, dos armas: una pistola y una metralleta. La primera es una Walther PPK de oro, en su caja. Es el modelo que utiliza James Bond, aunque la de este no tiene ninguna función decorativa: solo sirve para matar malos. (No obstante, el vendedor señala en la tarjeta identificativa que está en perfecto funcionamiento y certificada como arma de fuego). La segunda es una Thompson Submachine Gun, una de aquellas metralletas de tambor con la que los gángsteres de Chicago de los años 20 solventaban sus diferencias. Por su facilidad de uso, su crepitar característico y su eficacia probada, se la llamaba Chicago typewriter, Chicago piano o, con precisión definitiva, the Chopper, es decir, la tajadera. Esta, además de estar lista para llenar de almas el otro mundo, es de plata y luce en el escaparate con una sensualidad insólita, como un cuerpo desnudo. Observamos también, en casi todas las tiendas, muchas piezas que representan animales. Se entiende que muchos sean perros, caballos y ciervos, todos ellos muy propios de este país, y otros, como osos, elefantes o hipopótamos, propios de las colonias que cimentaron durante siglos su riqueza actual, pero no dejan de sorprender las moscas o congrejos gigantescos que se proponen como maceteros o centros de mesa. ¿Quién querría tener una drosophila melanogaster a la vista cuando está desayunando? Algunos objetos son meras curiosidades, como unos cuernos de carnero, infinitamente retorcidos, con remates de plata, o un recipiente, también de plata, para la botella de catsup Heinz: el contraste entre la exquisitez del continente y la vulgaridad del contenido es saludablemente posmoderna. Reparo asimismo en el lema de los anticuarios de Londres, inscrito en uno de los aparadores: ars non habet inimicum nisi ignorantem, "la ciencia no tiene más enemigo que el ignorante", que se me antoja un dicho algo agresivo para una asociación profesional tan reposada como la de los tratantes de antigüedades. Salimos de los Silver Vaults, apabullados por la solidez del lugar, en todos los sentidos, y con alguna angustia claustrofóbica, y remontamos Rosebery Avenue hasta Exmouth Market, una coqueto rincón comercial de la zona. Aquí vivió Joseph Grimaldi, el famoso payaso y mimo inglés del XIX, que actuaba asiduamente en el cercano teatro Saddler's Wells. Delante de la iglesia de Christo Liberator (una denominación sorprendente: a mí Cristo siempre me ha parecido condemnator: al nacimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte), vemos una barbería con el ingenioso nombre de Barber Streisand (aunque con el no menos chistoso precio de un corte de pelo normal: ¡26 libras!; aquí a uno le afeitan la cabeza y la cartera). Comemos en el Moro, un restaurante que se inspira en la cocina andaluza y norteafricana para ofrecer una carta peculiar. Al lado está el Morito, el bar y local de tapas que complementa la oferta del restaurante. En su luna vemos nada más y nada menos que el anuncio de una calçotada, con la que se pretende recrear the spirit of Catalonia, encarnado, se conoce, en los deliciosos cebollinos de Valls. Pero no sé si me convence: también Artur Mas y su causahabiente, Carles Puigdemont, pretenden vivificar ese espíritu sojuzgado por la tiranía de Madrid. Tras el almuerzo, cruzamos la recoleta Wilmington Square, cuyo tapiz verde contrasta con la circunspección grisácea de sus edificios, dejamos atrás el antiguo ayuntamiento de Finsbury, hoy convertido en teatro (una decisión coherente: la política y el teatro siempre han estado muy cerca), y seguimos por Rosebery Avenue hasta Saddler's Wells, donde cogemos el autobús de vuelta a casa. Solo tardaremos una hora en llegar.

martes, 19 de enero de 2016

Elemental, mi querido Watson

Nunca he sido muy de Sherlock Holmes, y no sabría decir bien por qué. Quizá su personaje me resulte demasiado abigarrado, carente de la plausible aunque algo sórdida sencillez de un Philip Marlowe o de la ortodoxa entereza del padre Brown. Tantos gorros escoceses de cuadros, tantas pipas, tantos botellines de opio, tantas deducciones (no fiscales, sino lógicas) y tanto violín me cansan. De la saga de Holmes, que se extiende de 1887, cuando apareció Estudio en escarlata, a 1927, con El archivo de Sherlock Holmes, el personaje que más me interesa es James Moriarty (y su ayudante Sebastian Moran: significativamente, ambos apellidos empiezan por Mor-, una raíz que los vincula con la muerte, como Morticia Adams, como Mordor): el arquetipo de la perfidia, el villano pluscuamperfecto, la némesis de Holmes, pero eso no debería sorprender: a mí me fascinan los malos, no los héroes: estos están demasiado imbuidos de su bondad; aquellos son un repertorio mucho más persuasivo de las contradicciones y debilidades humanas. Roy Batty, el replicante de Blade Runner, le da un baño de complejidad e inteligencia y no solo en la escena final al bobo de Harrison Ford (aunque, en la versión del director, puede que este también sea un replicante: algo ganaría entonces a mis ojos). Hannibal Lecter se merienda y nunca mejor dicho a los chicos buenos del FBI en El silencio de los corderos, y me gusta hasta cuando le está arrancando los menudillos a mordiscos a uno de los desgraciados policías que lo vigilan (quizá porque, justo antes de hacerlo, estaba leyendo poesía y escuchando las variaciones Goldberg). Me pasa lo mismo hasta en el mundo animal: siento escalofríos de placer cuando Scar, el león felón de El rey León, dice aquello de "¿La verdad? Ah, la verdad es tan relativa...". En suma, siempre me he sentido más cerca de Lucifer que de Jehová, quizá porque me pasé once años en un colegio de curas. Pero me he despistado: hablaba de Sherlock Holmes. Aunque, como decía, nunca haya sido un gran fan del detective inglés, debo reconocer que se trata de uno de los iconos de la literatura universal, y que ese es un mérito indiscutible de su autor, Arthur Conan Doyle. Quienquiera que sea capaz de alumbrar un personaje tan reconocible, que cale tan perdurablemente en la conciencia del público, es digno de admiración. El éxito de Sherlock Holmes fue arrollador. Muy pronto se constituyeron clubs de admiradores y los lectores fieles se hicieron legión, en un fenómeno similar al que observamos en la actualidad con La guerra de las galaxias o Harry Potter: cada nueva entrega es saludada con una conmoción pública (y, hoy, mundial). De hecho, cuando, cansado de la esclavitud a que lo sometía tener que escribir sus aventuras, Doyle decide liquidar al detective en El problema final, haciendo que se caiga con su archienemigo Moriarty (¡bien hecho, Morty!) por las cataratas de Reichenbach, en Suiza, casi se produjo una revuelta popular: los lectores lo inundaban de cartas reclamándole que lo resucitase y no pocos amenazándolo con sacarle los ojos o dedicándole esos depravados epítetos que todo inglés es capaz de proferir y llevaban crespones negros por la calle para reivindicar la memoria de Sherlock; los periódicos también exigían que volviese; y los editores le reprochaban que hubiera matado a la gallina de los huevos de oro. Doyle respondió a tan abrumadora demanda y devolvió a Holmes a la vida diez años después, en La casa deshabitada, donde Watson, su compañero de fatigas, se reencuentra con él, envejecido y ahora dedicado a la bibliofilia. En realidad, le cuenta Holmes, por la catarata solo cayó Moriarty (descanse en paz), gracias a sus conocimientos de bartitsu, un arte oriental de defensa personal muy en boga en la Inglaterra de aquel tiempo. (Así cualquiera: el pobre Morty no tenía nada que hacer). Él salió vivo, pero decidió mantenerse escondido para que no lo atraparan sus secuaces, que, como era lógico (y sabiendo que había despeñado a su jefe, más), se la tenían jurada. La truculenta resolución de su desaparición dejó inmensamente satisfechos a los seguidores del sabueso, que continuaron disfrutando de sus peripecias hasta que la muerte de Doyle, en 1930, supuso el fin definitivo del personaje. La verdad es que la figura de Conan Doyle siempre me ha inspirado cierta melancolía: escribió más de sesenta libros (novelas históricas, de ciencia ficción, sobre Medicina y espiritualismo, entre muchos otros temas), pero solo fue reconocido por las historias de Sherlock Holmes, que le hicieron rico y sir, pero que él llegó a deplorar. Más aún: su propia figura se ha diluido en la del personaje. Por ejemplo, en Edimburgo, su ciudad natal, no hay ninguna efigie suya, pero sí una estatua de tamaño natural de Sherlock Holmes delante de donde estuvo su casa, demolida en los años 70 del siglo pasado. Y en Londres está abierta al público la casa de Sherlock Holmes, en el número 221b de Baker Street, visitada al cabo del año por miles de turistas, ingleses y extranjeros, mientras que casi nadie repara en la casa de Croydon en la que Doyle vivió tres años, entre 1891 y 1894, señalada por la correspondiente placa azul. Hoy, precisamente, aprovechando que nos hemos entrevistado con un contable que vive cerca (y que queremos que nos asesore sobre la forma de pagar menos impuestos en este país que nos asfixia fiscalmente), decido visitar la casa-museo de Sherlock en Baker Street. Siempre que había pasado por delante, había visto una cola enorme, parecida a la que suele formarse a la entrada de la abadía de Westminster. Hoy, en cambio, quizá por ser día laborable y temprano por la mañana, apenas hay nadie. Encuentro muchas pruebas, antes de llegar, de que este es el territorio de Sherlock Holmes: una estatua del personaje delante de la parada de metro de Baker Street y un hotel llamado Sherlock Holmes, por ejemplo. (Colega de aventuras fantásticas, por aquí también vivió H. G. Wells. Y, aprovechando el tirón de Holmes, al lado de la casa-museo se ha instalado una tienda dedicada a los Beatles). Encima de la puerta principal se ha colocado una placa azul de pega, como las que celebran la residencia de personajes famosos en todo Londres, en la que se lee: "Sherlock Holmes, consulting detective. 1881-1904". Cruzo el umbral en la casa suena El Danubio azul: ¿por qué? y me golpea un intenso olor a perfume. Pero ese impacto, con ser fuerte, no es nada comparado con el del precio de entrada: 15 libras de vellón. Entenderé algo mejor el latrocinio cuando compruebe que en cada uno de los tres pisos del breve edificio hay un vigilante con frac (cuyo objetivo es tanto reproducir el vestuario de la época como, sobre todo, evitar que los visitantes roben nada). Porque hay muchísimo que robar: la casa está colmada de objetos. De hecho, esa es su principal virtud: haber reunido, en un espacio tan exiguo, tanta parafernalia victoriana, que imita o reproduce la que aparece en los cuentos y novelas de Holmes. En la biblioteca médica, por ejemplo hay que recordar que Watson es médico—, distingo un volumen encuadernado de The Lancet de 1894. La habilidad de los ingleses para esta suerte de homenajes se demuestra en los detalles: las velas están encendidas, en las jarras hay agua y en las copas, un líquido oscuro que bien podría ser jerez. Hasta en los calendarios se hace constar el día de hoy. Veo un busto en bronce de Sherlock: se parece mucho a Peter Cushing. Los objetos utilizados en sus novelas se despliegan en todos los pisos: un fetiche vudú, de El pabellón Wisteria; un revólver bulldog, oculto en la Biblia del reverendo Williamson, de El ciclista solitario; el dedo cortado del Sr. Victor Hatherley, de El dedo pulgar del ingeniero; y, lo que más me gusta, la cabeza disecada del sabueso de los Baskerville, un perrazo negro y terrorífico, muerto, como indica una placa, el 19 de octubre de 1888, y embalsamado por S. Waysland & Son Ltd. Naturalists, cuyos servicios se publicitan así: Animals stuffed in the most approved style (los ingleses no se olvidan de promover sus negocios ni en estas luctuosas actividades). En el piso superior se acumulan muñecos y escenas que reproducen momentos destacados de las aventuras de Sherlock. Me llama la atención la de Sherlock y Watson descubriendo a Braunton, el mayordomo (los mayordomos son siempre culpables), que descansa sobre el cofre del tesoro, de El ritual de los Musgrave. Tres japonesas se fotografían al lado del cuerpo tendido de Braunton, con profusión de risitas y kanjis. (En otra habitación, uno puede retratarse con el gorro de Sherlock y el bombín de Watson). En un altillo está el cuarto de baño: tiene un búho disecado (no sé si por Waysland & Son) y un váter de cerámica, con grabados de flores. Cuando salgo, me entero de que esta casa se construyó en 1815, y de que fue una pensión desde 1860 hasta 1934. Luego estuvo cerrada, hasta que la compró la Sociedad Internacional de Sherlock Holmes para convertirla en la casa-museo que hoy es, inaugurada en 1990. Aunque está catalogada como monumento arquitectónico e histórico por el gobierno de su Majestad, es solo una pequeña casa victoriana, cuyo interés se limita a los devotos del famoso detective. Quizá porque yo no lo soy, salgo de ella ligeramente decepcionado. Para animarme, me cuento a mí mismo un chiste sobre Sherlock Holmes: "¿Cuál es su queso favorito, Holmes?", le pregunta Watson. "El emmental, mi querido Watson", responde el detective.

domingo, 17 de enero de 2016

Un hombre espera

Que un hombre espere es algo muy característico de la literatura de Álex Chico. Sus poemas suelen reflejar a alguien que observa a solas el mundo: desde una habitación, por una ventana, o desde un mirador: cualquier lugar que permita un acceso contemplativo a la totalidad. Por eso Chico es también un viajero: el viaje es otra forma de mirar, o, si se quiere, la forma de mirar: en tránsito, pleno de incertidumbre que quiere convertirse en asombro, sin conocer el destino y habiendo olvidado el origen. No hay contradicción entre la quietud del observador y el movimiento del aventurero: ambos son, en el caso de Álex Chico, los extremos idempotentes de una misma actitud: la del estoico inquisitivo, la del hombre que se hunde en el lugar que ocupa en el mundo para entenderse a sí mismo y al mundo. (Consecuentemente, Jordi Doce ha escrito que "caminar por las calles vacías no es muy distinto de quedarse tumbado en una cama esperando que amanezca"). Pero Un hombre espera es también el título de su último libro: una nouvelle, o novela corta, en el sentido clásico del término, pero también un ensayo ficción, como él mismo lo denomina, publicado en el modesto pero pugnaz sello barcelonés patrocinado por los entusiastas Andreu Navarra y Arthur Kelvin Calvet, Libros En Su Tinta. El ensayo ficción es al ensayo lo que la ciencia ficción a la ciencia: el escritor se ampara en realidades empíricas para fabular otras, verosímiles pero inciertas. (Agustín Fernández Mallo ha señalado que toda ciencia en ficción; todo ensayo probablemente también lo sea). Álex Chico ya ha practicado este género reciente, y aún poco explorado, en otras ocasiones, como en el largo artículo "Posibilidad de una isla", publicado en el número de noviembre de 2015 de la revista Quimera, en el que relata su visita a Malta y cita a varios autores españoles que han hablado de la isla en sus obras: Eduardo Moga, José Ángel Cilleruelo, Agustín Calvo Galán y Jesús Aguado, con el que, por si fuera poco, se encuentra en el restaurante Churchill, en Xlendi, en la isla de Gozo. (De mí recoge algunos versos de Las horas y los labios, "cuyo origen", dice, "se encuentra en una visita del autor a Malta: buena parte de los poemas de ese libro surgen de sus paseos por La Valeta, [...] siguiendo ese trazado geométrico que vertebra la concurrida Triq ir-Reppublika". Y añade: "Tiempo después he sabido que ambos nos habíamos alojado en el mismo hotel, el Osborne, entre las calles M. A. Vasalli y South St., cerca de la zona en la que, a pesar de sucesivas prohibiciones, algunos caballeros se seguían batiendo en duelo. Quizás, puestos a especular, mi habitación es la misma en la que escribió, diez años atrás, un fragmento del poema XIX: 'Vivo, ahora, en una isla. La mesa es una isla. Ojalá la eternidad fuera esto: una isla sin mar, un periódico abierto, los objetos rendidos a la mano'". No adveraré estas afirmaciones; solo diré que son precisas y plausibles). En Un hombre espera, el protagonista llega a París para investigar los lugares que conoció el escritor placentino José Antonio Gabriel y Galán, que residió en la capital francesa entre 1963 y 1966, y murió prematuramente, en 1993, a los 53 años. El protagonista, en breves capítulos, deambula por el barrio de Montparnasse, en el que vivió Gabriel y Galán, como un nuevo y melancólico flâneur, y relata cuanto ve y, sobre todo, cuanto eso que ve le lleva a pensar, recordar o imaginar. Por eso José Ángel Cilleruelo, prologuista del libro, ha señalado con lucidez que "el tema medular de este libro es la construcción significativa del lugar". Y tiene sentido que el autor de Maleza diga algo así, porque él mismo se ha caracterizado por hacer del espacio y no del tiempo el núcleo existencial de su literatura. Lo que el narrador de Un hombre espera divisa o atisba lo proyecta, y al lector con él, a un territorio híbrido, en el que lo vivido y lo leído, lo evocado y lo anticipado, lo que se sabe y lo que se intuye, se mezclan espectralmente, pero sin perder el pulso narrativo ni una dolorosa nitidez. La historia del famoso barrio de los artistas a principios de siglo XX cuya llama, no obstante, se apagó después de la Segunda Guerra Mundial: "Se había quedado sin alma", dice Patrick Modiano y transcribe Chico. "Ya no había en él ni talento ni corazón" se alía con la descripción de sus calles, cafés, cines y librerías, sus rincones anodinos y sus personajes insólitos, uno de los cuales es el propio narrador, que inyecta curiosidad y melancolía a sus palabras, y que sobrevive a la soledad flotando en una nube de tibieza. La prosa con la que Álex Chico narra esta aventura tenue y obsesiva es tan funcional como elegante, una conjunción, si no extraña, sí, al menos, más infrecuente en nuestras letras de lo que sería deseable. Prevalece en todo momento una contención asimismo característica de su poesía: un no soltar las riendas, que pretende someter el encabritamiento del entusiasmo que, como observó Pessoa, es siempre una grosería al tranco mesurado de la comprensión, o de la incomprensión. Más allá de la fluidez con la que está escrito el libro que condice con el propio dinamismo del narrador, cuyo trajín por París nunca se detiene, de la ironía que tiñe a veces, con sutileza, lo contado, y de las ventanas —los excursos que se abren, fértil, luminosamente, en el edificio de la narración, Un hombre que espera se me ha hecho especialmente próximo como lector por una serie de coincidencias o vínculos que no puedo dejar de señalar. Para empezar, Álex me ha hecho el honor de que una cita mía encabece el libro: "A todo asisto como si me ensanchara". Es un verso del poema IX de Unánime fuego, un conjunto de poemas en prosa eróticos que publiqué en Lisboa en 1999 y luego, en segunda edición, en la colección de poesía de la Galería de Arte Luis Burgos-Siglo XXI, de Madrid. Al final del capítulo 13 de Un hombre espera, Chico prolonga —y enriquece— ese verso: "En eso consiste en el fondo la escritura, en estar atento. (...) no concibo la literatura si no nace de esa premisa. Hablo de la capacidad de rasgar lo suficiente como para no quedarnos en la mera superficie. Las conexiones, dejó escrito Henry James, se ensanchan sin cesar. Son una cadena que se extiende sin fin, hasta el mismo fondo de nuestras posibilidades vitales". Por otra parte, la figura de José Antonio Gabriel y Galán me resulta familiar y estimable por su meritoria traducción del Anábasis de Saint-John Perse, uno de mis poetas favoritos, que publicó en Visor (y cuyas versiones y prólogo he utilizado varias veces para hablar de Perse y la poesía épica). En tercer lugar, el protagonista de Un hombre espera visita el cementerio de Montparnasse y cita el célebre verso de César Vallejo, enterrado en él: "se trata de morir en un París con aguacero, como Vallejo". También yo he hablado de esa tumba y de ese verso, esta vez en Bajo la piel, los días, donde transcribo el soneto entero del peruano, "Piedra negra sobre una piedra blanca": "Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París -y no me corro-/ talvez un jueves, como es hoy de otoño...". Por último, otro lugar común: el parque de Luxemburgo, "con sus jugadores, deportistas y paseantes —dice Chico—, con sus sillas incómodas y su botánica geométrica, [en el que] se situaba el convento de Vauvert, donde residió Ramon Llull y donde pudo escribir algunos fragmentos de su Llibre d'Evast i Blanquerna. Cada vez que cruzo el Luxemburgo me viene a la mente un verso de Calveyra...". En otro poema de Bajo la piel, los días hablo asimismo del parque, de Llull, del Llibre de Evast i Blanquera y de Arnaldo Calveyra, autor de El hombre del Luxemburgo, uno de los grandes poetas en español de la segunda mitad del siglo XX, fallecido hoy hace exactamente un año. Todo esto no dice sino que la literatura, como las ciudades, como las personas, es un manojo potencialmente infinito de causas y efectos, de eslabones que se suceden, de nexos pensados o impensados, de afinidades y ecos: de todo eso que, junto, hace de un libro algo palpitante y persuasivo, como palpitante y persuasivo es este Un hombre espera.

miércoles, 13 de enero de 2016

La abadía de Westminster

Queremos visitar hoy Banqueting House, uno de los pocos monumentos de Whitehall que nos falta por conocer. Pero, al llegar, comprobamos con desilusión que el edificio está cerrado por obras. En Londres, como en todas las grandes ciudades, siempre hay obras. Lo extraño es que en la página web que hemos consultado para verificar los horarios no se diga nada sobre el cierre. Como estamos muy cerca de la abadía de Westminster, otro lugar en el que aún no hemos puesto el pie, decidimos probar suerte allí. Al pasar, en el autobús, he comprobado con asombro que la cola para entrar no es soviética, como acostumbra, sino muy moderada: apenas unas docenas de personas. Y ni siquiera llueve. Cuando llegamos a la entrada del templo, nos recibe un concierto de campanas. No sabemos por qué repican, pero lo hacen con armonía y decisión. Ángeles me confiesa que al principio las campanas siempre suenan bien, pero que, si duran demasiado, acaban levantándote dolor de cabeza. A ella le pasa en el hospital, que recibe el frenesí campanil de la iglesia de San Lucas, tan airosa como pertinaz. Antes de cruzar la puerta de la abadía, una cajita reclama que dejemos en ella los chicles, y, en efecto, por la ranura asoma una pasta informe de goma de mascar, de todos los colores y se diría que de todos los tiempos: alguna parece haber sido masticada por Eduardo el Confesor. La idea está bien, pero deberían vaciar la caja más a menudo. Sobrecoge el precio de la entrada: 20 libras por cabeza, pero a uno se le mitiga la indignación cuando se entera de que, contra todo pronóstico, la abadía no recibe ninguna ayuda ni de la Iglesia de Inglaterra, ni de la Corona, ni del Estado: sobrevive solo con lo que dejan sus visitantes. Y mantener esto es mucho sobrevivir. El tique te da derecho a un breve folleto con la información esencial sobre la abadía y a una eficaz audioguía. Al saber que somos españoles, el voluntario que nos los da, ataviado con una túnica roja, nos pide perdón por el clima. La abadía de Westminster impresiona por sus hechuras: es una iglesia, pero tiene el tamaño de una catedral. Su altura es imponente. Sus orígenes se remontan a un santuario que se cree los monjes benedictinos erigieron en 616 en Thorney Island entonces esto era una isla, dedicado a San Pedro, cuya visión un pescador del Támesis decía haber tenido en ese lugar. La abadía histórica se construyó después en estilo románico y, por fin, entre 1245 y 1517, en estilo gótico. Esta es la que hoy sobrevive, aunque conserva restos de la anterior, como dos frescos de hace 700 años ajados, pero que retienen  todavía sus colores en el rincón de los poetas. Pero Westminster no es solo un templo anglicano, sino también una institución de la monarquía y el panteón nacional. Aquí se han coronado todos los reyes ingleses desde Guillermo el Conquistador, en 1066, con tres excepciones: Juana I, que solo reinó nueve días en 1553; Eduardo V, que lo hizo ochenta y seis en 1483; y Eduardo VIII, el calavera que abdicó para casarse con la alegre divorciada Wallis Simpson. A los dos primeros no les dio tiempo, pues, a ceñir aquí la corona, y el tercero estaba demasiado ocupado en sus trajines de cama como para hacerlo. La coronación se hace en la silla de San Eduardo, también llamada silla de la coronación, lo que no sorprende demasiado. Se trata de un gran escaño de madera de roble, construido hacia 1300, que en sus tiempos estaba pintado y revestido de oro, con gran pompa y circunstancia, pero que los siglos, el uso, las revoluciones, las guerras y, en definitiva, la desacralización humana han convertido en algo que, por su aspecto, podría venderse en el mercado de Portobello. En particular, los turistas, peregrinos, monaguillos y niños del coro lo han llenado de grafitis. Como no nos permiten acercarnos a verla está a cierta distancia, resguardada por un cristal de seguridad, no podemos comprobar lo que dicen estos garabatos seculares, aunque dudo de que puedan compararse a los que encontramos en la puerta de un retrete de carretera. Pero nunca se sabe. Esta es la silla en la que el logopeda Logue se sienta, despatarrado, mientras intenta convencer al futuro rey, tartamudo, de que no va tener ningún problema en la ceremonia, en la hilarante escena de El discurso del rey. El monarca se escandaliza por la irreverencia de Logue, y este se limita a recordarle que es solo una silla, llena de tatuajes y asentada en una piedra el scone de Escocia, que ya no está: fue devuelto en 1996 a los escoceses. Otra función, no menor, de la abadía de Westminster es servir como gran panteón nacional. Aquí están enterrados, no solo numerosos reyes y reinas de Inglaterra, Irlanda y Escocia, sino también lo mejor de la inteligencia y el arte nacionales. De hecho, la abadía es un gran mausoleo mundial: quienes descansan en ella han contribuido significativamente al pensamiento, la historia y la literatura de la humanidad. El hecho de que también se entierre aquí a las esposas de los reyes permite que España esté representada entre sus muros: localizamos la tumba de Leonor de Castilla, mujer de Eduardo I Longshanks, el pérfido rey inglés de Braveheart, a la que compadecemos, si su augusto marido la trataba como trataba a su hijo (o, peor aún, a los amantes de su hijo), y sendas placas conmemorativas de Berenguela de Navarra, esposa nada menos que de Ricardo Corazón de León (que, pese a ello, no pisó nunca suelo inglés), y Catalina de Aragón, primera esposa del promiscuo Enrique VIII. Pero, además de testas coronadas y una nómina interminable de aristócratas y prelados, aquí yacen Winston Churchill y casi todos los primeros ministros de los siglos XIX y XX, Charles Darwin, David Livingstone, Henry Purcell, Isaac Newton, William Turner, Edmund Halley (el del cometa), James Cook y el soldado desconocido, rodeado de amapolas. Los escritores son, después de reyes y nobles, los que más nombres aportan a este grandioso túmulo. En el rincón de los poetas está enterrado, o goza de una placa conmemorativa, lo mejor de las letras inglesas. Lo inauguró Geoffrey Chaucer, en 1400, aunque no se retomó la práctica de inhumar aquí a los escritores famosos hasta un siglo y medio después. Vemos los nombres, entre otros, de Dryden, Longfellow, Browning, Auden, George Eliot, Dylan Thomas, Henry James, Tennyson, Lord Byron, D. H. Lawrence, Ted Hugues, T. S. Eliot, Ben Johnson, el doctor Johnson, Kipling, Wordsworth y los poetas lakistas, Owen y los poetas de la guerra, Dickens y, por supuesto, Shakespeare, con estatua propia. Mientras lo hacemos, la audioguía nos recuerda que nos encontramos en un lugar sagrado y nos anima a orar en la nave. Declino mentalmente la invitación mi religión me prohíbe rezar y sigo contemplando está espléndida, aunque luctuosa, celebración de la literatura, que no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo. Distinguimos entre los escritores a algunos que no lo son, pero que guardan una relación suficiente con el mundo del arte como para merecer el honor de estar aquí: el actor Laurence Olivier, por ejemplo, o el músico Friedriech Händel, que, además, ni siquiera era inglés, sino alemán. También este tiene estatua, en la que aparece gordo, como al parecer era, y sosteniendo una partitura con la primera frase del Mesías: I know that my redeemer liveth... No obstante, el grupo escultórico más impresionante de la abadía es el de lady Elizabeth Nightingale, situado en la capilla de San Miguel, en el que el horrible esqueleto de la muerte surge de las profundidades para alancear a Elizabeth, sostenida y protegida por su marido, Joseph Gascoigne. El amor de este, no obstante, no pudo evitar el golpe mortal: Elizabeth falleció en el parto de su hija, provocado por una violenta tormenta, con gran aparato eléctrico, a los 27 años. La abadía de Westminster produce una inevitable sensación de amontonamiento y, quizá, de agobio: todo se apila aquí, tras un milenio de historia, hasta el exceso: coros, órganos, lámparas, tumbas, iconos, vidrieras, lápidas, altares, mármoles, estandartes, esculturas, verjas, banderas, cruces, cepillos, escudos de armas, exvotos, columnas, pináculos, capillas, gárgolas, pebeteros, eclesiásticos y turistas. Salvo hacia lo alto, con los techos altísimos, apenas se puede admirar nada con perspectiva. De uno de ellos cuelga, sobre el altar mayor y sus inverosímiles mármoles de Cosmati, hasta casi rozarlos, una araña que oscila leve pero interminablemente, como un péndulo de Foucault. No dejamos de visitar la capilla de Enrique VII, la Lady chapel, o capilla de Nuestra Señora, dedicada a la Virgen María, con sus fastuosos techos de gótico florido, labrados en piedra, aunque levantar la vista para observarlos suponga el peligro de que te arrolle alguno de las decenas de turistas que también los están mirando sin reparar por dónde van. Hacia mediodía, la megafonía del templo pide silencio para pronunciar una oración. La oración me sigue persiguiendo, pero yo vuelvo a darle esquinazo. Salimos de la nave de la abadía para visitar el claustro y la sala capitular, muy luminosa, y que conserva pinturas y suelos medievales, a cuya entrada contemplamos la que se anuncia como la puerta más antigua de Inglaterra, fechada en 1050. Parece continuar en buen uso, aunque no sabemos a qué da paso. Otra puerta singular es la de la Pyx Chamber, que fue durante muchos siglos la caja fuerte de la abadía, donde se conservaba, por ejemplo, la moneda patrón que servía para aquilatar las que circulaban en el reino. Esa puerta, o más bien portón, es doble y tiene seis cerrojos con aspecto de haber sobrevivido al diluvio universal. Para abrirla haría falta un elefante. Llegamos, por fin, al little cloister, o claustro pequeño, en la zona del recinto de la abadía donde residen sus trabajadores. Por eso no se puede ir más allá. Por encima de la fuente y el césped verdísimo de su centro, asoma una de las torres del Parlamento. Luego, algo cansados de tanta historia y tanta grandeza, salimos al cielo gris de Londres, zarandeado por un nuevo concierto de campanas.

domingo, 10 de enero de 2016

Una agenda de Shakespeare y el discurso del día de San Crispín

Muchos dicen que, con los calendarios digitales y demás herramientas de Internet, las agendas de mesa se han quedado anticuadas. Es muy posible. Cuando trabajaba en la Administración, los últimos días de cada diciembre nos llegaba a todos los jefes un taco plastificado que contenía las hojas del calendario del nuevo año, y que nosotros debíamos colocar en el soporte de plástico y anillas que sobrevivía, exangüe, en el escritorio. Hace algunos años ya, el taco dejó de llegar. Había que ahorrar, dijeron, y las funciones de la agenda de mesa podían ser realizadas por medios informáticos. Imagino que la Generalidad engrosó sobremanera sus arcas con tan gran ejemplo de austeridad, pero yo me sentí empobrecido. Hay, no obstante, una manera de hacer que las agendas sobrevivan: convertirlas en libros. Así lo ha hecho Vaso Roto Ediciones, que ha publicado una hermosa agenda para 2016, conmemorativa del 400º aniversario de la muerte de William Shakespeare. 2016 va a ser el año de Shakespeare, como el 2014 lo fue de la Primera Guerra Mundial y el 2015, de Winston Churchill. (En España celebraremos también el 400º aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes. Como se sabe, Shakespeare y Cervantes murieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, pero no en el mismo día, porque porque España e Inglaterra se regían entonces por calendarios diferentes: nosotros, por el gregoriano, y los ingleses, por el juliano. El 23 de abril del calendario juliano correspondía a nuestro 3 de mayo. De hecho, si somos estrictos, ni siquiera coincidieron en la fecha de fallecimiento, porque Cervantes murió el 22 de abril; el 23 lo enterraron). La agenda de Vaso Roto luce en la portada el célebre retrato póstumo de Shakespeare, hecho por el grabador inglés Martin Droeshout, que apareció como frontispicio de la edición del Primer Folio de 1623. En el interior, cada mes viene precedido por un fragmento de una obra de Shakespeare y su traducción al castellano. Las doce traducciones se las reparten seis poetas españoles (Andrés Catalán, Luis Alberto de Cuenca, Jordi Doce, Julián Jiménez Heffernan, Antonio Rivero Taravillo y yo mismo) y seis mexicanos (Jeannette L. Clariond, Elsa Cross, Pura López Colomé, Tedi López Mills, José Luis Rivas y Julio Trujillo). El fragmento que yo decidí aportar al volumen, y que se ha hecho corresponder al mes de octubre, es el famoso "discurso del día San Crispín", contenido en el acto IV, escena III, de Enrique V. La obra, escrita en 1599, se estrenó en la Corte en 1605, aunque una tradición imposible de verificar dice que fue la primera que se interpretó en el recién inaugurado The Globe, y se incluyó en el Primer Folio. El discurso del día de San Crispín reproduce la arenga que el rey Enrique dirige a sus tropas antes de la batalla de Azincourt, uno de los más memorables hechos de armas de la siempre ajetreada historia militar inglesa. En 1415, durante la Guerra de los Cien Años, se enfrentaron en el pueblo así llamado, en el norte de Francia, el ejército capitaneado por Enrique V de Inglaterra y los caballeros franceses, al mando de Juan le Maingre, Carlos de Albret y David de Rambures. Las tropas galas doblaban a las inglesas en número, pero estas compensaban la inferioridad numérica con una hueste aguerrida, bien pertrechada, y, sobre todo, armada con los famosos y letales long bows, los arcos largos, con los que se podía abatir a un caballero provisto de armadura pesada a 200 metros. Este fue, de hecho, otro de los factores que jugaron a favor de los ingleses: las armaduras, un verdadero lastre para los franceses; aquellos, ligeros de peso, se movieron con agilidad por entre los enemigos, liquidándolos con alegría y ferocidad. Para ello fueron fundamentales también las lluvias que habían caído en la zona y convertido el campo de batalla en un barrizal. En el fango, los caballería francesa no podía cargar y los infantes apenas podían moverse, y los comandantes galos empeoraron las cosas al ordenar un ataque frontal contra las sólidas posiciones inglesas, erizadas de estacas. Las flechas de los arcos largos barrieron la vanguardia flordelisada y la infantería que la seguía chocó con los caídos y se quedó atrapada en el barro, en una horrible mezcolanza con caballos, jinetes y soldados agonizantes o muertos. Los ingleses, tras obsequiar a sus enemigos con una lluvia de virotes, se dedicaron a despacharlos al otro mundo clavándoles espadas y misericordias por las cotas de malla o las aberturas de las corazas. La victoria de Enrique V fue total. Para los franceses, se trató de une journée malheureuse; para los ingleses, de un día de gloria. En el campo quedaron entre 6 000 y 10 000 cadáveres, de los cuales solo poco más de cien eran ingleses. Estos hicieron también un millar de prisioneros, aunque el tratamiento que les dieron destiñe la hazaña de aquella jornada y la acerca mucho al crimen de guerra. Concluido el enfrentamiento, algunos señores de la zona y combatientes franceses atacaron y saquearon el campamento de Enrique, en la retaguardia, mataron a los pajes y al personal auxiliar, y se llevaron las joyas del rey. Este, furioso, en represalia, ordenó pasar por las armas a todos los prisioneros. Y así se hizo: más de mil excepto algunos altos señores, como los duques de Orleans y de Borgoña, para los que los nobles ingleses pidieron clemencia fueron ejecutados a golpes de hacha. De este tenebroso incidente el cuco de Shakespeare apenas hace una mención en passant, y nunca mejor dicho, en el acto IV, escena VI, de Enrique V: "... que cada cual mate a sus prisioneros", ordena el rey. Su discurso del día de San Crispín, en cambio, se extiende de los versos 21 al 69 de la escena III, y promueve una visión heroica de los ingleses. Hay varias versiones cinematográficas de la arenga, la última de las cuales, de Kenneth Brannagh, ha sido muy celebrada. Y a mí siempre me ha recordado a las palabras de Enrique la respuesta que da Matt Damon, en su papel del soldado Ryan, a quienes han ido a buscarlo y le piden que se retire con ellos a retaguardia, en Salvar al soldado Ryan: sus hermanos han muerto, y sus hermanos son ahora sus compañeros de puesto; ante la fuerza alemana que se aproxima, muy superior en número, abandonarlos sería peor que morir. 

Esta es mi traducción del discurso del día de San Crispín:

ENRIQUE: (...) No, buen primo:
si hoy quiere el destino que muramos, nuestra pérdida
bastará a nuestro país; y si prefiere que vivamos,
cuantos menos seamos, a mayor gloria tocaremos.
Por Dios, no quieras un hombre más, te lo ruego.
No codicio enriquecerme, por Júpiter,
ni me importa quién se alimente a mi costa,
ni quién vista como yo. 
Los asuntos mundanos no ocupan mis deseos.
Pero, si es un pecado codiciar el honor, 
soy la más pecadora alma viva.
A fe mía, primo, no quieras un solo inglés más.
Si lo compartiera con otro hombre, con uno solo,
no sería tan grande el honor; y por nada del mundo
deseo perderlo. Oh, no quieras uno solo más.
Antes bien, haz saber a mis huestes, Westmoreland,
que quien no tenga estómago para arrostrar la lucha,
es libre de irse: se le extenderá un salvoconducto
y se le pondrán algunas coronas en la bolsa para el viaje:
no queremos morir en compañía de un hombre
que teme morir en nuestra compañía.
Hoy es el día de San Crispín.
El que sobreviva a este día y vuelva a casa sano y salvo,
se alzará siempre que se mencione esta fecha
y se crecerá ante el nombre de San Crispiniano.
El que vea este día y llegue a viejo, 
todos los años, la víspera de la fiesta, invitará a sus vecinos
y dirá: «Mañana es San Crispiniano».
Entonces se remangará y les enseñará las cicatrices.
Los viejos olvidan, pero incluso quien lo haya olvidado todo
recordará, con ventaja, las proezas cumplidas ese día.
Y también nuestros nombres, que resultarán tan familiares                           [en sus labios
como palabras que se dicen en casa, 
el rey Enrique, Bedford y Exeter,
Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester,
serán recordados, entre copas rebosantes.
Esta historia les contará la buena gente a sus hijos,
y nunca pasará el día de San Crispín y San Crispiniano,
desde hoy hasta el fin del mundo,
sin que se nos recuerde por él,
a nosotros, tan pocos, felices, aunque seamos tan pocos: una                        [banda de hermanos.
Porque el que derrame hoy su sangre conmigo,
será mi hermano: por vil que sea, 
este día ennoblecerá su condición,
y los caballeros que ahora están en la cama, en Inglaterra,
considerarán una maldición no haber estado aquí,
y en poco tendrán su hombría cuando alguien diga
que ha luchado con nosotros el día de San Crispín.

jueves, 7 de enero de 2016

Regresar, otra vez

Volver a Londres supone dos cosas contradictorias: reencontrarme con los espacios familiares, conocidos, hollados mil veces, de los que se compone la cotidianidad; y, al mismo tiempo, experimentar de nuevo la inagotable multiplicidad del paisaje humano, que en esta ciudad no parece tener límites. Regresamos anteayer, en la noche de Reyes. No sé si hacerlo fue un regalo o un montón de carbón. Los hados no fueron propicios: nos equivocamos de tren en Gatwick y acabamos en Farringdon, más allá de Blackfriars, es decir, en el séptimo u octavo pino. Llegar a casa supuso hacer dos transbordos de metro y coger un autobús. Ayer volví a recorrer el trayecto que hago casi cada tarde, de Alexandra Avenue al hospital de Ángeles: de todos los infinitos caminos que uno puede hacer en Londres, ese es el mío, el que siempre ofrece las mismas etapas, el que podría cubrir con los ojos cerrados: la casa roja, vagamente morisca, de la esquina de la calle; la verja de entrada a Battersea Park; los jardines tropicales; el estanque en el que graznan los cisnes; las praderas donde se juega a fútbol y a críquet; los paseantes con perros; la caseta del guarda; el puente de Alberto, con su anuncio de que las tropas en formación que quieran cruzarlo han de romper el paso; el Támesis y sus rascacielos ribereños; la central eléctrica de Battersea, en acelerada transformación en zona residencial y de negocios (andamios gigantescos y grúas, grúas, grúas); el principio de Cheyne Walk, con su estatua de un delfín a cuya aleta dorsal se aferra un nadador, y Oakley Street; la placa azul que indica que en una de estas casas vivió el explorador Scott; la sucesión de fachadas victorianas, porticadas y blancas; la intersección con King's Road y su tráfico montuoso; el supermercado del indio donde compro El País; una calle que se llama Manresa Road (y que es la sexta más cara de toda Inglaterra: comprar aquí una casa cuesta, por término medio, casi siete millones de libras); el cuartel de bomberos de Chelsea; el pequeño parque de Dovehouse Green, con sus tumbas y sus obeliscos; y, por fin, el Royal Brompton, en cuyo vestíbulo, que huele a moqueta y a asepsia, espero a Ángeles. Pero, junto con estos jalones inamovibles, reparo en todo lo que cambia, en todo lo que sigue sorprendiéndome. Me cruzo con una chica con el pelo violeta, que se ha tatuado algo en el mentón, como una maorí. Luego con un joven en camiseta: estamos a pocos grados sobre cero, pero el hombre no parece sufrir, antes bien, sonríe como si estuviera de parranda por Torremolinos. Bajo el porche de los bomberos, duermen los mendigos. Pero no lo hacen sobre el duro suelo: todos han dispuesto alguna suerte de colchón, y se rodean de sus roñosas pertenencias, que suelen ser muchas. Los indigentes, hechos a resistir el despiadado clima inglés, saben que han de parapetarse en cartones, y sacos de dormir, y cuanto posean, si quieren sobrevivir, y los rincones que ocupan suelen parecerse mucho a campamentos. Una negra, arrebujada en un edredón agujereado, teclea en el móvil y sonríe. Quizá hoy no haya comido, pero no deja de escribir. A lo mejor hasta tiene facebook y twitter. Por delante de ella pasan los vecinos de Sloane Square, los deportivos de los árabes y los Bentleys del barrio (los Bentleys son los Rolls de los millonarios pobres). Cuando ya he recogido a Ángeles, por King's Road nos cruzamos con un autobús de dos pisos cuyo lateral luce un enorme anuncio de Rafa Nadal en calzoncillos. (El anuncio es de los calzoncillos, no de Nadal). Los abdominales que exhibe el tenista son inhumanos. Solo conozco otros mejores: los de José María Aznar. Rafa sonríe. No me extraña: con ese cuerpo, cualquiera estaría contento. Nos sentamos en una de nuestras cafeterías a tomar algo. Carlos no está. Carlos es el camarero valenciano que siempre nos atiende. Ha estudiado ingeniería en España, pero aquí sirve tés. A nuestro lado charlan dos pijas. Una de ellas, la que tengo enfrente, es más alta que yo. No me extrañaría que fuese modelo: tiene una melena líquida y ni un solo pelo insubordinado; en el maquillaje, que le cubre la cara como la costra de azúcar de una crema catalana, no se aprecia ni un grumo ni una grieta; las uñas, lilas, se yerguen como alfileres. Coge la taza de té como si hacerlo la pusiera en peligro de contraer una enfermedad espantosa, y se la lleva a los labios con la unción de quien besa el anillo de un obispo. Pero es su inglés lo que revela su condición de pija pijísima, de pija hiperbólica, de pija vomitiva, de pija merecedora de una descarga de fusilería: un lenguaje de inflexiones asordinadas pero chirriantes, de sílabas arrastradas, de muletillas bobaliconas; y una parla que recae en ropa, festejos y hombres, por este orden. Habrá a quienes mujeres así les gusten (a juzgar por lo que cuenta de su vida social, que analiza con la minuciosidad de un entomólogo, pero con la idiocia de un tertuliano de televisión, son muchísimos), pero a mí me dan ganas de utilizar la recortada. Al volver a casa, nos cruzamos con un andaluz que le dice a alguien por el móvil que esta vez no ha podido traer jamón, pero sí un "salmoncito rico, rico", y luego con una pareja que habla un idioma que no reconocemos hay tantos en Londres, y luego con otro indigente, muy joven, que nos pide algo sonriendo y al que Ángeles, con el corazón partido, no puede evitar dar algo, y luego cruzamos otra vez han sido tantas ya los jardines tropicales de Battersea Park, y vemos los cisnes, que sobrenadan en el estanque con elegancia, pero graznan con desarmonía, y la casa roja, vagamente morisca, de la esquina, y entramos en casa, convencidos de que estamos en un lugar conocido, nuestro, pero que nunca conoceremos ni será nuestro del todo.