lunes, 30 de marzo de 2015

En Monfragüe

Javier, Teresa y yo nos escapamos la tarde del domingo al parque nacional de Monfragüe. Yo lo visité por primera vez hace muchos años, cuando a Extremadura aún venía de turismo, y no como oriundo. Recuerdo que Ángeles y yo, caminantes esforzados, subimos al castillo por una ruta de piedras y jaras, mientras el sol nos derretía la sesera. Pocas veces he pasado tanto calor. También recuerdo las aves, claro, aunque difuminadas en un cielo calcinado. Esta tarde, en cambio, las condiciones son óptimas. La temperatura es suave y el ambiente está despejado, sin aquel aire de fuego de nuestra primera vez, que emborronaba la piel y la mirada. Llegamos, en apenas cuarenta hora de conducción, al Salto del Gitano, el punto de observación más famoso del parque, que encuentro muy bien acondicionado: hasta los contrafuertes metálicos del quitamiedos que lo flanquea están pintados a imitación de la madera, para que no desentonen del conjunto. Desconocemos el origen del topónimo, pero no somos optimistas sobre el estado del gitano después de dar el salto: los riscos son aquí de una profundidad aterradora. Javier sí nos informa sobre la historia de otro punto del parque, que se encuentra un poco más adelante, y que hoy no veremos: el Puente del Cardenal. Ahí, nos dice, se hartaron a matar rojos en la Guerra Civil, aunque no sabe si metiéndoles una bala en el cuerpo o por el más ahorrativo procedimiento de despeñarlos por el viaducto. En cualquier caso, que aquella matanza colectiva se asocie con un "cardenal" es también muy significativo, y quizá el príncipe de la iglesia hasta la bendecía. Hoy nos quedamos, sin embargo, en el Salto del Gitano. El mirador está lleno de gente y el cielo está lleno de buitres. Entre los visitantes hay de todo: familias con niños gritones, autobuses con jubilados de Burgos, franceses en autocaravana, observadores de pájaros, e indígenas y semiindígenas como nosotros. Pero las aves solo son buitres. En Monfragüe hay también otras especies, muy raras, como cigüeñas negras y alimoches (lon alimoches son aquellos bichos blancos y enormes, de picos amarillos, a los que Félix Rodríguez de la Fuente filmó en los años 70 rompiendo con piedras los huevos de que se alimentaban). Pero esta tarde no las vemos. Estos buitres se llaman leonados -o leonardos, como me dijo una vez un amante del arte-, no por esa especie de melena de filoplumas en la base del cuello, como yo siempre había creído, sino por el color pardo del plumaje. Hoy enhebran el cielo con el hilo de su vuelo circular y majestuoso. A menudo se entrecruzan unos con otros, o vuelan en pequeñas formaciones, perfectamente sincrónicas, de dos o tres individuos. Una pareja se mueve tan compacta que creo que están copulando en el aire. Pero me equivoco: hay una breve película de aire entre los dos. A veces, se juntan tantas en una misma parcela de firmamento que se dirían una bandada. La mayoría no aletean: solo planean, empujados por las corrientes aéreas, o se ciernen, durante muchos minutos, inmóviles como helicópteros: así ahorran energía y observan desde una atalaya inmejorable, hecha de viento. A esa observación contribuyen los cuervos: los destellos del sol en su plumaje negro son faros de aviso para los buitres: allí donde estén las paseriformes, estará la carroña de que se alimentan. Pero los buitres también aceleran: acoplados de otra forma a esas mismas corrientes que los sustentan, pasan como bólidos mudos por delante de nosotros, a veces tan cerca que podemos apreciar la curvatura del pico, el amontonamiento de las rémiges, la irregularidad de las alas desplegadas como trampolines. El día ya declina y muchos se refugian en los roquedales del Salto, cuyos rectángulos basálticos, blancos de guano y verdes de líquenes, se disponen como piezas de tétrix. Uno distingue a los buitres cuando vuelan, pero, al acercarse a las rocas y posarse en ellas, las rapaces se confunden con la piedra y la vegetación hasta hacerse invisibles. Uno de los observadores que están en el Salto con nosotros es un birdwatcher profesional, y nos permite mirar por una especie de telescopio de campo que tiene orientado a la peña principal. Por él vemos a un buitre hembra dando de comer a dos polluelos; y eso es algo excepcional, nos dice, porque los buitres casi nunca tienen más de una cría. El hombre, que es de Barcelona y que ha acudido a Monfragüe con su mujer, enfoca también con una cámara cuyo objetivo parece un misil tierra-aire a los buitres que planean por encima de nosotros. Entre esa maraña de siluetas zigzagueantes se despierta ya una luna casi llena: primero, como una sombra blanca entre cirros azules; luego, como una esfera de platino sobre un mar que negrea. A nuestros pies, el Tajo se oscurece a la misma velocidad con la que asoma la luna. Enfilamos el camino de regreso. Nos tomamos un café en la hospedería del Parque y luego seguimos hasta Cáceres. El sol se ha puesto ya, con un cataclismo de rojos, amarillos y violetas en el horizonte. Pero aún vemos algún buitre solitario sobrevolar los campos.

domingo, 29 de marzo de 2015

Getafe y Trujillo

Presento en la Fundación de Poesía José Hierro, de Getafe, mi traducción de Hojas de hierba, de Walt Whitman. La Fundación es siempre un lugar agradable en el que estar, por la calidad de sus instalaciones y, sobre todo, por la calidad de su gente, tanto profesores como alumnos, entregados con pasión a la poesía. Me acompañan, entre el público, Tacha Romero, directora de la Fundación, que me ha presentado; Jordi Doce y Paula, su hija; Julieta Valero, coordinadora de las actividades culturales del centro; y Esther Ramón, poeta y profesora. No repuesto aún del todo de los vapores del tinto con el que regamos la cena posterior a la presentación, me levanto temprano al día siguiente para viajar a Trujillo, en Cáceres, en cuya Feria del Libro participo, por la tarde, en dos actos: la presentación de la antología Otrora, de Javier Pérez Walias, y, de nuevo, la de Hojas de hierba. A Trujillo no se puede llegar en tren, así que cojo el autobús. Coger el autobús es una experiencia deliciosamente proletaria, aunque, entre el público que sube al vehículo, distingo a un caballero con americana, chaleco, pañuelo al cuello y sombrero de fieltro, que habla con mucho porte y se mueve como un caballero de la Orden del Almirantazgo. Aunque las cosas han cambiado mucho en el transporte por carretera en España -ya no hay gente que lleve al brazo cestas con gallinas, ni se comparten los bocadillos con los que entretener las interminables horas en el asfalto, cuando hay asfalto: "¿Usted gusta...?"-, aún se sigue experimentando un intenso calor humano. A mí me toca, como vecina, Andrea, una dominicana de mediana edad que lleva viviendo en España 27 años, pero que está planeando volver a su país dentro de un par de años, como mucho. La crisis tuerce -o endereza, quién sabe- muchas vidas. Hablamos de las sociedades española, dominicana e inglesa durante un buen rato, mientras atravesamos paisajes cada vez más ralos, más amarillos. Luego, ella se duerme y yo leo Libro del desasosiego, de Pessoa, con la admirable traducción de Perfecto Cuadrado. Llego, por fin, a Trujillo, confirmo que en la estación de autobuses no hay consigna -"si quiere Ud. dejar el equipaje ahí", me dice el taquillero, con deje de funcionario del Ministerio de la Gobernación de 1947, "pero yo no me hago responsable..."-, y arrastro la mochila y el maletón hasta la plaza Mayor, remontando calles muy hermosas y empedrados muy nobles, pero que hoy me parecen un invento infernal. Allí he quedado para comer con Javier a eso de las tres, cuando él y Teresa lleguen de Cáceres. Veo la carpa en la que se desarrollan los actos de la Feria y, a su lado, los puestos de venta de libros de las editoriales e instituciones que participan en el encuentro. En la carpa alguien está hablando: una mujer de espléndida cabellera rubia. El problema es que está hablando al vacío: apenas la escuchan dos personas. Cuando me acerco, el hombre que está a su lado me hace gestos efusivos, lo que no deja de sorprenderme, porque no lo conozco. Pero pronto caigo en la cuenta: debe de ser José Cercas, el coordinador de la Feria, que me ha reconocido en efigie. Me siento junto a los dos oyentes: ahora ya somos tres; se mire como se mire, acabo de incrementar la asistencia a la lectura en un 50%. Cuando concluye, al cabo de poco, me libro del equipaje en el maletero del coche de Pepe, alabado sea el Hacedor, y recorro brevemente los puestos de libros. Sorprendentemente, en ninguno hay ejemplares de Hojas de hierba, aunque Galaxia Gutenberg me ha asegurado que se han enviado libros suficientes a las librerías. En realidad, no es de extrañar que no esté: en el programa mi presentación figura así: "Eduardo Moga, Hojas de hierba", y, si bien me enorgullece que se me considere autor del poemario, no lo soy, en rigor: el autor se llama Walt Whitman. Por eso mismo los distribuidores, requeridos por los libreros para que les suministraran ejemplares del poemario de Eduardo Moga Hojas de hierba, no han encontrado ninguno en sus almacenes: allí solo había ejemplares de Hojas de hierba de Walt Whitman. En la cervecina a la que me invita a continuación Pepe Cercas, me reúno con otros invitados a la Feria, entre los que figura el periodista José Oneto -u Oneti, como oigo que le llama alguien-, cuyo legendario flequillo glauco sigue atravesándole la cara. Compruebo entonces algunos de esos gestos que suelen darse en encuentros de esta naturaleza: varios de los asistentes pugnan por fotografiarse con Oneto y, después, por acompañarlo allí donde vaya, como séquito obsequioso -y orgulloso- de su augusta compañía, que es, ciertamente, muy augusta, casi hierática. Oneto habla poco o nada, pero da igual: lo importante es estar cerca del importante. Así lo ha comprendido la misma rubia que declamaba a la nada a mi llegada, cuya rubiez establece con la de Oneto una simetría deslumbradora. Cuando llegan Javier y Teresa, comemos en una de las terrazas de la plaza. La comida no impresiona, pero la plaza sí. La última vez que la vi no fue en las condiciones más favorables: hacía un calor sahariano, y, si estaba uno en la calle, apenas podía salir de la sombra. Recuerdo que Ángeles y yo nos empeñamos, insensatamente, en pasear por la ciudad, y la recorrimos entera y vacía: solo otra pareja de guiris tan temerarios como nosotros se había aventurado a lo mismo, y con ellos nos fuimos cruzando por las calles como parrillas: nos saludábamos como dos exploradores con saracot y a punto de morir por deshidratación lo hubiesen hecho en las dunas del Serenguetti. Hoy la temperatura es infinitamente más agradable, y la contemplación no es apresurada ni sedienta. La estatua de Pizarro preside la plaza. Siempre que veo la efigie de un conquistador, recuerdo a aquel escritor mexicano que había visitado España y que, al ver una ellas en algún sitio -quizá esta misma de Pizarro-, se había escandalizado de que se rindiera admiración pública a un genocida. No creo que Pizarro fuese un genocida; lo que sí era, era cuidador de cerdos, y también un gran militar: el único español que aparece en las selecciones internacionales de los mejores estrategas de la historia. La presentación de Otrora -de Javier Pérez Wailas, según informa Pepe Cercas por el micrófono- es rápida e indolora: acude una quincena de personas (Cercas me ha dicho que por la tarde la asistencia a los actos se incrementa); yo hago una somera exposición de los rasgos más destacados de la poesía de Javier, sobreponiéndome al merodear de una persona de la organización que, muy amablemente, me pone una botella de agua delante, y luego un vaso, y luego le pone una botella a Javier, y luego un vaso; y este lee un puñado de poemas que son bien acogidos por el público. En el coloquio, un brillante escritor extremeño rememora aquellos tiempos en los que él mismo y José Luis García Martín -al que él llama, con la confianza que da una vieja e íntima amistad, José Luis- echaban en falta la presencia de autores de la tierra en las letras españolas. Eso ha cambiado hoy, añade, gracias a la labor de poetas como Javier y tantos otros. La inquietud que ha despertado en mí la mención de José Luis desaparece cuando compruebo que el brillante crítico da por superada aquella carencia intolerable. Charlamos, tras el acontecimiento, con el concejal de cultura del ayuntamiento de Trujillo, que organiza y financia la Feria. Está muy satisfecho del evento, nos dice, en el que han querido reproducir la estructura de la Feria del Libro de Madrid. Yo le pregunto si no le parece que la asistencia está siendo escasa por las mañanas, y él me dice que sí, que por la mañana hay poco público, pero que, no obstante, están muy contentos. La presentación de Hojas de hierba se celebra a las ocho de la tarde, aunque empieza con retraso, porque el acto anterior -protagonizado por el brillante escritor amigo de José Luis, al que oigo hablar esta vez, por la megafonía de la plaza, de Nietzsche-, ha durado más de lo previsto. La asistencia ronda, otra vez, la quincena de personas, entre las que me alegra contar a Elías Moro, que ha tenido la generosidad de viajar desde Mérida para escuchar a Whitman; a Javier y Teresa, naturalmente; a Miguel Veyrat, al que recuerdo de sus tiempos de corresponsal de Televisión Española en París y de director de Documentos TV, pero que es también un meritorio poeta; y Carola Moreno, la editora de Barataria, cuyo catálogo es espléndido: le compro el último poemario de Veyrat y un título del raro Felisberto Hernández, publicado en una colección de autores hispanoamericanos que coordinó, durante bastante tiempo, una buena amiga chilena, Claudia Apablaza. Hablo, en fin, sobre Whitman y sobre su obra, y leo cuatro poemas del norteamericano. Pero el tiempo pasa deprisa, la noche ya se ha cerrado y empieza a hacer frío. Nos tomamos una cerveza con Elías, de nuevo, en una terraza de la plaza, y me despido de Trujillo cansado, pero no insatisfecho. 

martes, 24 de marzo de 2015

Las interesantes declaraciones de Caballero Bonald y Jorge Herralde

La semana pasada se publicaron dos interesantes entrevistas en la sección de "Cultura" de El País: la primera, a José Manuel Caballero Bonald; la segunda, a Jorge Herralde. Ambas contienen declaraciones que merecen consideración. Me detengo en estas frases del autor de Entreguerras: "-¿Lee novedades? -Pocas, pero me alarma que se esté llevando a los altares a escritores que confunden la literatura con la crónica de sucesos. Nuestra literatura está plagada de mediocres encumbrados. Pasa como con los políticos. Hay mucho fantasmón en funciones de líder. También hay muchos equívocos a la hora de enjuiciar a escritores... -¿A quién? -A Gil de Biedma, por ejemplo, aunque en otro sentido. Gil de Biedma es un gran crítico de la cultura, pero un poeta menor, de alcance verbal muy limitado. Los grandes poetas de esa época son Valente y Barral. -¿Y Claudio Rodríguez? -También. Sobre todo, el primer Claudio Rodríguez. Y pare usted de contar". Para atender a los juicios de Caballero Bonald, hay que superar una primera contradicción: lee pocas novedades, pero se considera autorizado para juzgar lo que se escribe hoy. Para saber lo que de verdad está pasando, en la poesía como en cualquier otro ámbito literario, hay que leer muchas novedades y seguir releyendo a los clásicos. El conocimiento del medio exige que se tenga un pie en la actualidad y otro en la historia. Pero, suponiendo que lea las suficientes novedades como para que su juicio no sea una mera boutade, y dando por descontado que conoce bien a los poetas de los que está hablando —al fin y al cabo, son los de su generación—, vale la pena prestar oído a su peritaje. Que abunden, tanto en literatura como en política, los mediocres encumbrados no es extraño: es lo normal. Siempre ha sido así y sospecho que lo seguirá siendo. La mediocridad de los autores corresponde a la medianía de los ciudadanos. Para gustar a muchos, hay que corresponder a su perfil, y ese perfil, me temo, no es exquisito. La lista de preferencias de Caballero Bonald, como cualquier otra opción estética -como también la que voy a formular yo a continuación-, es subjetiva y discutible. Estoy de acuerdo en que José Ángel Valente y Claudio Rodríguez eran dos de los grandes poetas de la época, aunque no establezco, como hace Caballero, distinción alguna en la obra del segundo: para mí, todo Claudio es Claudio, y no solo Don de la ebriedad; el desarrollo coherente de su poesía es, en mi opinión, impecable. Creo, no obstante, que se queda corto —los autores de edad suelen ser parcos en elogios, quizá porque creen que elogiar demasiado a otros los disminuye a ellos— y que otros autores están, como mínimo, a la altura de los dos citados: Antonio Gamoneda, aunque más tardío en darse a conocer, es uno de ellos, y Manuel Álvarez Ortega, recientemente fallecido, con la oprobiosa ignorancia de muchos, es el otro: un gran, un enorme poeta, desdibujado por su rareza, su soberbia y su aversión a las estrategias publicitarias. Discrepo, en fin, de la estima de Caballero Bonald por Barral, un poeta pedantesco y liviano, como casi toda la denominada Escuela de Barcelona. Y aquí está, precisamente, lo más valioso, a mi parecer, de las manifestaciones del gaditano: su precisión de que Gil de Biedma es un valioso hombre de cultura, pero un poeta menor. No puedo estar más de acuerdo. Y no es frecuente que se diga algo así. Como poeta, Gil de Biedma ha sido uno de los referentes del neofigurativismo que ha arrasado la poesía española en las últimas décadas del siglo pasado y la primera del presente: el poeta que acumulaba todas las virtudes, con independencia de que fueran o no virtudes poéticas, y del que se cantaba una palinodia incesante. Hasta se han hecho películas sobre su vida. Gil, como señala Caballero Bonald, fue un estimable hombre de letras —buen traductor y fino prosista—, pero un poeta de escasa sustancia y nula energía verbal. Sin pretender atribuirme el mérito de la anticipación, esto escribí sobre su figura en la entrada "La heladería", de este mismo blog, publicada el 22 de julio de 2014: "En otra heladería, ya desaparecida, en la calle Aribau con Granvía, recuerdo haber leído por primera vez a Gil de Biedma. En un verano caluroso y solitario, cuando vivía en Muntaner, acudí a su terraza con una antología del poeta, publicada por Alianza. Si la obra completa de Gil de Biedma es brevísima, aquella antología era poco más que una plaquette. Llegué muy predispuesto —los amigos se habían hecho lenguas de sus versos—, y quizá por eso mi decepción fue mayor: el granizado que me estaba tomando tenía más sabor que su palabra. ¿Cómo es posible que esto atraiga a nadie?, recuerdo haber pensado. Luego he descubierto en Gil de Biedma a un prosista elegante y a un notable traductor, pero aquel chasco no se me olvida. Y he sido incapaz de superarlo, pese a que creo haber aprendido, con los años, a domar mi sensibilidad: Gil de Biedma me produce siempre un tedio inacabable y la misma sorpresa que entonces: ¿cómo puede ser que algo tan parco, tan endeble, tan insulso, haya encendido de entusiasmo a tantos?".

Las segundas declaraciones corresponden a Jorge Herralde. Dice el editor de Anagrama: "-Este país no lee. Solo hay que ver los índices de lectura comparados con otros países. -Ah, pero es que nosotros venimos de la Inquisición, del nacionalcatolicismo y del peso de la Iglesia. -¿Más de cinco siglos después aún le vamos a echar la culpa de todo a Torquemada? -Mire, la influencia clerical en España ha sido nefasta. Nadie ha sido capaz de cambiar eso. Zapatero intentó meter en cintura al Concordato, pero no pudo. -La Constitución dice que somos un país aconfesional. -Aconfesional ma non troppo, ¿eh? Y con este Gobierno y su apoyo a la educación católica, pues... Esto es un retroceso: volvemos a las cavernas". En efecto: el trogloditismo de los curas y los creyentes reaccionarios nos devuelve a todos al Paleolítico. El pernicioso influjo de la Iglesia en la sociedad española se ha consolidado a lo largo de los siglos, gracias a la cazurrería de nuestros gobernantes y a la resignación pasmosa, o más bien pasmada, de la población. Y no es fácil quitárselo de encima, ni se consigue de un día para otro. Herralde apunta dos medidas muy saludables para conseguirlo: la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, que prolongan, de hecho, el Concordato franquista de 1953 y consagran —nunca mejor dicho— la posición de privilegio de la Iglesia Católica en nuestro país; y el fin de la educación en sus manos. De las dos cuestiones esenciales en los últimos tiempos para la Iglesia, que defiende con la ferocidad de un apache, la oposición al aborto (y, en general, todo lo que tenga que ver con la moral sexual y, por lo tanto, con los límites de la vida: reproducción asistida, homosexualidad y matrimonio gay, eutanasia) y la defensa de la enseñanza religiosa, esta es, en realidad, la más importante. La Iglesia ha poseído la llave de la educación en España hasta hace muy poco, y sigue detentando un enorme poder en las aulas, tanto en las de los colegios privados —y concertados— que difunden su doctrina, como en las de las escuelas públicas, donde el gobierno del PP ha conseguido que se enseñe de nuevo, como asignatura evaluable, el catecismo. Y sabe muy bien que esta transmisión de los prejuicios, la mitología  y, en fin, la logomaquia de su fe resulta imprescindible para su pervivencia: es vital que se verifique en los estadios más tempranos del desarrollo personal, cuando la inteligencia es aún niña y no ha desarrollado la distancia raciocinante y los cedazos críticos que le permitan someter a escrutinio lo que se le inculca. La Iglesia sabe bien que, si le metes en la cabeza a un niño la fábula de la fe, será muy difícil que consiga arrancársela nunca. Einstein decía que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y también que la diferencia entre el universo y la estupidez humana es que el universo es finito. Se trata, pues, de reducir el uso espurio de la educación, y de devolverla a las manos en las que siempre debería estar: las de los ciudadanos, las de los maestros nacionales, las de los profesores laicos.  

domingo, 22 de marzo de 2015

La Torre de Londres

Llevo un año y medio en Londres, pero aún no he visitado la Torre de Londres, una de sus principales atracciones turísticas. Y quizá no lo he hecho por eso: por ser una de sus principales atracciones turísticas. Las principales atracciones turísticas me agobian mucho, además de que me esquilman el bolsillo. En realidad, yo ya he estado en la Torre de Londres: la visité en 1979, cuando pasé mi primer verano en Inglaterra. Conservo muy escasos recuerdos de aquello: imágenes vagas de las joyas de la Corona, que brillaban, muy azules, en las vitrinas, y de la muchedumbre que recorría las salas. Hoy mi amigo Diego, que no la conoce en absoluto, y yo hemos decidido visitarla: es una forma como otra de pasar un sábado frío y desapacible en la ciudad. Y no empieza mal: apenas hay colas y entramos en un periquete. La Torre de Londres es un enorme complejo defensivo, en cuyo centro se alza la Torre Blanca, la fortaleza normanda. Guillermo el Conquistador, el nuevo señor de las islas, la mandó construir en 1078, a la entrada de la ciudad, en un antiguo emplazamiento romano, para demostrarles a los londinenses quién mandaba. Los edificios han ido creciendo en el interior del recinto, al amparo de sus tres anillos de murallas. En el patio central, alrededor de la Torre Blanca, se aprecia la diversidad arquitectónica que han legado casi mil años de avatares históricos: junto a baluartes medievales hay edificios de ladrillo victorianos, y al lado de naves góticas, construcciones renacentistas. No entendemos muy bien por qué hay, aquí y allá, estatuas de animales: un oso polar, un elefante, unos leones, una familia de monos. Poco después lo averiguaremos: la Torre de Londres, entre muchas otras cosas, también ha sido casa de fieras: por estos patios han deambulado animales traídos de todos los países del mundo por los navegantes británicos, los ejércitos imperiales o los mandatarios extranjeros deseosos de quedar bien con sus anfitriones. Debía de ser bonito este lugar en el siglo XVI: aquí igual se rebanaban cabezas que se cruzaba uno con un tigre hambriento o un mandril enfadado en el patio de armas (en 1753, uno de ellos había matado a un grumete del barco que lo traía de África a Londres por el expeditivo procedimiento de tirarle a la cabeza una bala de cañón de nueve libras). Tampoco le arrendamos la ganancia a los cuidadores de las bestias: el último de ellos, Alfred Cops, tuvo que ser rescatado, en 1826, de las fauces de una serpiente que, de pronto, sintió ganas de merendárselo. Diego y yo decidimos que nuestra primera visita será a las joyas de la Corona, que son la joya de la corona de la Torre de Londres. Aunque Diego no ha estado nunca en el monumento, lo conoce bien, seguramente mejor incluso que los responsables de seguridad. Durante mucho tiempo jugó a un videojuego cuyo objetivo era robar las joyas de la Corona, y tuvo que correr, deslizarse, escalar y descender, por pasillos, desagües y tejados, a todos los rincones del palacio. Mientras esperamos en la gigantesca cola -esta sí- que hay para ver las joyas, me cuenta las peripecias de su latrocinio digital, y yo le sugiero si no podríamos aprovechar su conocimiento del lugar para hacernos con algunas buenas piezas y sacarle algo de partido a nuestra visita. Pero ha pasado mucho tiempo, me dice, desde sus correrías virtuales, y ya no está seguro de dominar el terreno. Llegamos por fin a las salas con las joyas, y comprobamos que, para ver una larga fila central de coronas y cetros, un pasillo mecánico desplaza a los visitantes. No hay que caminar: el tesoro pasa ante nuestros ojos como los platillos de un restaurante japonés, solo que aquí no puedes coger lo que te parezca. Como las paredes son negras y todo está a oscuras, las alhajas refulgen como candiles. Vemos diamantes grandes como pelotas de playa y una sopera de oro en la que cabrían todos los comensales de la cena. Otras piezas, en cambio, me parecen menudas: la corona que la reina ostenta cada año en la ceremonia de apertura del Parlamento -y que se ve por televisión en todo el mundo, como si la ceremonia de apertura del Parlamento británico tuviera algún interés para el mundo- es poco más que la toca de una adolescente, aunque los brillantes, zafiros y esmeraldas con que está adornada brillan tanto que escuecen los ojos. Casi todas las piezas son relativamente modernas: apenas quedan dos anteriores a 1649, cuando, durante la Guerra Civil -porque aquí también han tenido una guerra civil, aunque trescientos años antes que nosotros-, el tesoro real, símbolo de la opresión monárquica, fue fundido o destruido a martillazos. Cumplido el rito de la contemplación de las joyas, nos dirigimos a la Torre Blanca, que alberga una de las armerías más completas de Europa. Un espacio cerrado al público es la armería española, a la que, por razones obvias, me asomo con curiosidad. Aquí se expusieron, durante muchos años, las armas capturadas a la Armada y los supuestos instrumentos de tortura que utilizaba la Inquisición y los españoles, en general, contra los enemigos de la fe y del país. Pero muy pocas armas y ningún instrumento de tortura eran españoles. La armería se utilizaba, en realidad, como mecanismo de propaganda contra España, el gran enemigo de Inglaterra durante varios siglos. Hoy hasta el cartel que informa sobre ese espacio reconoce que fue un capítulo más de la leyenda negra que los enemigos de los Austrias forjaron a lo largo del tiempo, con notorio éxito. En las muchas salas dedicadas a las utensilios bélicos, destacan algunas piezas modernas, enjoyadas: revólveres recubiertos de diamantes, pistolas de oro, subfusiles de platino y madreperla: unas pocholadas, con las que debía resultar suntuoso matar. Me gusta más, francamente, la capilla de San Juan, en estilo románico normando, de 1120: sobria, contundente y, a la vez, airosa. La Torre de Londres ha sido muchas cosas a lo largo de la historia: plaza fuerte, residencia real, archivo del Estado, casa de la moneda, arsenal, cárcel y, como he dicho, hasta zoológico. Sin embargo, es como presidio y lugar de ejecución que se ha labrado una sólida y sombría reputación. Aquí han estado encarcelados, entre muchos otros, William Wallace, el héroe escocés, antes de que lo descuartizaran en Smithfield; Tomás Moro, el autor de Utopía, que acabó decapitado; Samuel Pepys, el gran diarista de Londres, por malversación de caudales públicos; y hasta el nazi Rudolph Hess, en 1941, hasta que, condenado en Nüremberg, fue transferido a Spandau. Aquí también estuvo encerrada y fue decapitada Ana Bolena, la segunda esposa de Enrique VIII, cuyo fantasma se dice que aún camina alrededor de la Torre Blanca, con la cabeza debajo del brazo: otro fenómeno que contribuiría al entretenimiento en la Torre cuando había animales salvajes merodeando por los patios. Aunque la ejecución de la Bolena no ha sido el asesinato más legendario del lugar. Este dudoso honor corresponde a la muerte de los príncipes Eduardo y Ricardo, hijos de Eduardo IV, a los que su tío, el lord protector Ricardo, duque de Gloucester, confinó en la Torre en 1483 y, probablemente, hizo desaparecer, para ser él rey de Inglaterra, como así sucedió. Como puede verse, el viejo dicho, tan aplicable al mundo de la poesía y de los privilegios institucionales, de "quítate tú pa ponerme yo" ha tenido gloriosos precedentes en el mundo de la realeza. Ricardo III, en efecto, protegió a sus sobrinos radical y definitivamente: los apartó para siempre de los sinsabores de brega política y de las onerosas responsabilidades de la monarquía. Dos siglos después de la desaparición de los príncipes, durante unas obras en la Torre, se descubrió, enterrada, una caja de madera con el esqueleto de dos niños, aunque no se tiene la certeza de que correspondan a los pequeños Eduardo y Ricardo, porque estaban sepultados a la misma profundidad que algunos restos romanos encontrados en esa misma zona. De este pasado de venganzas y degollamientos se conservan algunos souvenirs en la Torre, como un hacha gigantesca y el tocón en el que los condenados apoyaban la que muy pronto iba a dejar de ser su cabeza. Sin embargo, en el recinto amurallado solo constan documentadas 22 ejecuciones -la última, de un espía alemán, en 1941-: el grueso de los ajusticiamientos se hacía en la vecina Tower Hill, de cuyo suelo puede decirse con propiedad que ha sido regado con la sangre de miles: traidores, delincuentes, inocentes, reyes, nobles, espías, amigos, enemigos y hasta alguno que pasaba por allí. Nuestra última visita en la Torre de Londres es al Museo de los Fusileros. Cuando nos dirigimos allí, vemos a dos de los famosos cuervos de la Torre, cuya desaparición, según la leyenda, implicará la desaparición del propio monumento. (A los británicos les encantan estas historias moderadamente apocalípticas: también Gibraltar depende de que siga habiendo monos. A lo mejor, para recuperar la soberanía española del Peñón lo que habría que hacer es enviar una misión secreta que los envenenara a todos). Son pájaros enormes, de una negrura diamantina, que nos miran como sabedores de su intangibilidad: les sirven cada día una ración de carne con la que una familia etíope sobreviviría un mes, un equipo de veterinarios se cerciora periódicamente de que estén rozagantes y lustrosos, y no hay quien les tosa. Carteles clavados en el césped avisan a los imprudentes turistas de que pueden picar. Y, en efecto, los cuervos son capaces de sacarte un ojo de un picotazo. Junto a ellos, abundan también los beefeaters, esos guardianes de la Torre, disfrazados de guardianes de la Torre, que han dado nombre a una marca de vodka; los soldados con gorro de piel de oso que cada rato se marcan un paseíto entre garitas con gran estruendo de taconazos y patadas al suelo (al fin y al cabo, este es un palacio real, y el ejército es responsable de velar por su contenido); y, en general, los funcionarios uniformados, ya sean vigilantes de las joyas de la Corona, guardias de cualquier otra sección de la Torre, cortadores de entradas o cualquier otro empleado con alguna responsabilidad administrativa. Esta es otra de las pasiones de los británicos: los uniformes, aunque Diego y yo no podemos dejar de admirar su respeto y su interés por la historia militar del país. En España, los museos militares avergüenzan, y casi nadie sabe nada de la historia de sus ejércitos. Tal ignorancia, considerando que España ha sido un imperio durante cuatro siglos y se ha visto envuelta en centenares de conflictos armados, que son siempre la traslación de la política al campo de batalla, revela la desidia cultural del país y nuestra escasa autoestima colectiva. El Museo de los Fusileros documenta la historia del Regimiento de Fusileros, hoy Fusileros Reales, creado en 1685 y participante en casi todas las guerras que ha librado el imperio británico a lo largo de la historia, entre ellas las peninsulares contra Napoleón o la de Crimea, en la que contemplaron la legendaria -e infausta- carga de la Brigada Ligera en Balaklava. Lamento, no obstante, que los ingleses sigan tratando tan mal la ortografía española: la batalla de la Albufera, por ejemplo, se ha convertido en la batalla de la Albuhera. Lo que más me impresiona del conjunto son sendos bustos de Hitler y Mussolini, capturados por los miembros del Regimiento en la Segunda Guerra Mundial: negros ambos, como los cuervos que hemos visto, glaciales, sobrecogedores; ridículos, en realidad, pero atrozmente ridículos. Cuando salimos de la Torre, cruzamos el adyacente Puente de la Torre, que, construido en 1894, solo tiene en común con esta el nombre. Hace frío, pero es un lugar hermoso, con una buena vista del conjunto que acabamos de visitar. Ahora nos iremos a tomar una cerveza al pub y concluiremos un día agradable, pese a haber sido tan turístico.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Juan Antonio Reig Pla, ese hombre

Juan Antonio Reig Pla es obispo de Alcalá de Henares y martillo de homosexuales. Hace un par de años saltó a los medios de comunicación por haber dicho en un programa de televisión que los gays "piensan ya desde niños que tienen atracción hacia personas de su mismo sexo y, a veces, para comprobarlo, se corrompen y se prostituyen o van a clubs de hombres nocturnos. Os aseguro que encuentran el infierno". Son unas declaraciones magníficas: que los niños piensen que sienten atracción por personas de su mismo sexo es extraordinario, porque los niños, mientras lo son, es decir, mientras no han alcanzado todavía la pubertad, experimentan poca o ninguna atracción sexual por nadie, ni de su propio sexo ni del otro; y porque pensar que uno siente atracción es como pensar que uno siente ganas de mear o de rezar un Padrenuestro: la atracción no se decide ni se razona: se siente, sin más. Es admirable también que diga que "van a clubs de hombres nocturnos", en lugar de a "clubs nocturnos de hombres". Sin saberlo, el obispo de Alcalá ha creado una hipálage, como aquella de Virgilio en la Eneida que tanto celebró Borges: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram: "iban oscuros bajo la noche solitaria por entre las sombras". En el octosílabo de Reig Pla, lo nocturno no son los clubes, sino los hombres. Y es fascinante esta traslación: hombres oscuros, es decir, tiznados, mestizos, enigmáticos; qué maravilla. Por último, la conclusión: los homosexuales van al infierno. El obispo Reig Pla nos lo asegura: él lo sabe bien, porque habla con Dios y conoce la verdad. De eso se trata, en realidad: de ir al infierno, de recibir, como niños malcriados, el castigado por habernos portado mal, por haber pensado que sentíamos atracción por personas de nuestro propio sexo. No importa que sea un castigo atroz e infinitamente desproporcionado -ahí es nada arder en las calderas de Pedro Botero toda la eternidad; y lo peor es que en la caldera de al lado te puede tocar el propio obispo Reig Pla-: el Dios del amor no puede dejar de castigar un crimen así; el Dios del amor es solo el Dios del amor heterosexual. El obispo Reig Pla ha vuelto a exponer sus esclarecidas cogitaciones sobre la homosexualidad en una carta pastoral titulada "En defensa de la vida: sobre los abusos sexuales de menores y adultos vulnerables", en la que asegura, entre otras cosas, que la mayoría de los abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia no es contra niños, sino contra efebos, y que sus autores son sobre todo homosexuales (en razón de dos a uno: por cada manoseo de un cura a una niña, hay dos a un niño), por lo cual la Santa Madre Iglesia, que tanto vela por todos nosotros, debe extremar el celo para prohibir que los maricones accedan al sacerdocio. Este ejercicio asombrosamente estadístico y desprejuiciado se completa, como no podía de ser otro modo, con los asertos clásicos: la conducta homosexual es intrínsecamente desordenada, la homosexualidad es antinatural, y la homosexualidad es una enfermedad que puede curarse: solo hace falta que el enfermo lo desee lo bastante (lo que me recuerda a una amiga anósmica que tengo, a la que su madre lleva riñendo desde niña: según ella, no huele porque no se esfuerza lo suficiente). A estas lindezas el obispo Reig Pla suma otra, fascinante, y muy adecuada para los medios de comunicación que se hacen eco de sus dicterios, y hasta los aplauden: la teoría de la conspiración. El obispo cree que un anuncio (satírico) hecho por una revista norteamericana en 1987, según el cual se había diseñado una estrategia para promover el amor por el mismo sexo en el mundo, se ha hecho tristemente realidad: la confabulación ha triunfado, y los gays se reproducen -valga la paradoja- por doquier, inficionándolo todo con sus miasmas homosexuales. El asunto de la condición natural o antinatural de las conductas sexuales, y de que estas sean o no intrínsecamente desordenadas, da para sabrosas consideraciones. En primer lugar, la definición de la naturaleza es también cultural, es decir, humana, es decir, relativa, sujeta a la evolución de su pensamiento y las exigencias de su sociedad. La naturaleza no es única ni inmutable, sino objeto, como cualquier otra realidad, de interpretación y delimitación. La naturaleza no se explica por sí misma, ni mucho menos tiene moralidad: nosotros la dotamos de contenido, decidimos dónde empieza y dónde acaba, le asignamos valores, la admitimos o rechazamos. La naturaleza, en fin, no es una, sino muchas: todas las que nosotros determinamos en función de nuestros conocimientos y nuestras necesidades. Por eso en el comportamiento humano, sexual, social, religioso, futbolístico o gastronómico no hay nada intrínseco: nuestro hacer solo contiene lo que nosotros decidimos que contenga, y mañana podemos decidir que contenga otra cosa, que sea otra cosa. En segundo lugar, es pertinente recordar que se ha demostrado que más de 800 especies animales practican alguna forma de homosexualidad. Y no hay que ir a las selvas de Papúa-Nueva Guinea para observarlo: yo veo con alguna frecuencia por la calle a perros que, con notorio afán, se quieren cepillar a otros perros. La naturaleza es, pues, tan gay como heterosexual. Y Dios, creador del hombre y la naturaleza, lo ha dispuesto así. El homosexual nace, no se hace: y el nacimiento, como bien sabe el obispo Reig Pla, es cosa del Señor. Dios quiere que haya homosexuales. Es más, a veces me he preguntado si Dios no será también homosexual; probablemente sí. Que nos envíe de vez en cuando arcoíris a la Tierra es una señal de sus inclinaciones sarasas. Por otra parte, a mí lo que siempre me ha parecido antinatural es el celibato. Célibe no hay ninguna especie animal en el planeta: todas se reproducen, sexual o asexualmente, es decir, por partenogénesis. Quizá el obispo Reig Pla también se reproduzca por partenogénesis. Su pensamiento, al menos, sí lo hace, porque nada lo fecunda: de sus gametos veterotestamentarios solo surgen más engendros bíblicos, empapados de mitología paleocristiana, seguridades cavernícolas y retórica de catequista del barrio de Salamanca. Sobre la proliferación de escándalos sexuales en la Iglesia Católica, me atrevo a sugerir al obispo Reig Pla que considere la posibilidad de que sean consecuencia no de la homosexualidad, sino del celibato, ese acto de desprecio por la obra de Dios, que nos ha creado sexuados y deseantes, esa automutilación metafórica y gratuita de los atributos con los que nos ha dotado el Altísimo. Yo fui, durante once años, a un colegio de curas, que es a donde iban los hijos de las familias que querían que sus vástagos tuvieran una buena educación. Tener una buena educación, en la España de los 60 y principios de los 70, era que tus hijos no se mezclaran con la chusma de las escuelas públicas. Confieso aquí que, en aquella década larga de convivencia diaria con la orden de los Hijos de la Sagrada Familia, los clérigos solo me pusieron la mano encima para zurrarme. Ninguno se propasó. Era tranquilizador: sabías que, por ejemplo, el padre Carrasco podía arrearte un zambombazo, a mano abierta, delante de todos, o estirarte de la patilla hasta que levitaras, u obligarte a permanecer de cuclillas o arrodillado sobre un garbanzo durante la clase, pero que nunca, nunca, te metería la zarpa por los pantalones. Aquella zarpa estaba adiestrada para dar hostias -ya fuese en la boca, consagradas, o en la cara, retumbantes- y nunca sobaba nada que no pudiera golpear. Mi experiencia sexual con los clérigos no fue, pues, mala, aunque todavía recuerdo aquellas otras caricias del padre Carrasco y demás ensotanados. Quizá el obispo Reig Pla no tuvo tanta suerte. O quizá sea maricón. Solo alguien aterrorizado de ser algo demuestra tanta cerrilidad, y tanto sadismo, con ese algo.

domingo, 15 de marzo de 2015

Los hijos de Rubens

En realidad, a quienes conocemos los que no entendemos demasiado de pintura es a las hijas de Rubens, esas criaturas -mujeres, ninfas o diosas- que colman con sus carnes generosas los lienzos del flamenco, como las tres Gracias, expuestas en el Museo del Prado, cuyas redondeces celulíticas no han dejado de impresionarme desde que las descubrí, de niño, y pensé que, por una vez, un artista pintaba a los seres humanos como realmente eran. Pero Rubens también tiene hijos, esto es, pintores que han perpetuado su legado, bien imitándolo, bien inspirándose en él. Eso se propone ilustrar la Royal Academy of Arts con la exposición Rubens and His Legacy. Van Dyck to Cézanne.  La Academia de las Artes ocupa el ala principal de Burlington House, un impresionante edificio paladiano de principios del s. XVIII, en el que tienen su sede, asimismo, otras nobles instituciones de la capital: la sociedad astronómica, la geológica, la química, la linneana (de Linneo, el naturalista) y la de anticuarios. Creo que no hay ningún otro lugar de Londres con tal densidad de sociedades científicas por metro cuadrado. Presiden el patio alrededor del cual se disponen todas ellas una estatua de Joshua Reynolds, el gran retratista inglés, y un grupo escultórico compuesto por dos estrellas enormes: una de madera y otra inflada, de aluminio. No sorprende que el autor se llame Frank Stella. La presencia de este hermoso desatino contemporáneo en el seno de una construcción clásica me recuerda a la famosa pirámide de cristal del Museo del Louvre: un oxímoron arquitectónico, pero, como todas las paradojas, unitivo y revelador. Entramos en la exposición, previo pago de 15 librazas por persona (casi 20 euros: el euro no deja de depreciarse ante la esterlina), y advertimos su organización en seis grandes bloques temáticos: poesía, elegancia, poder, compasión, violencia y lujuria. La información general sobre la muestra aporta una opinión que me disgusta: así como los franceses se interesaron especialmente por el erotismo y la poesía de Rubens, los alemanes, por su vitalidad y pathos, y los ingleses, por su elegancia y bucolismo, los españoles "admiraron el dramatismo de sus obras religiosas"; es decir, a los demás les seduce la fuerza o la finura de Rubens, pero nosotros somos unos católicos empedernidos que solo sabemos apreciar el vigor de su teología. Lo que más me fastidia es que probablemente sea cierto. La primera sección, "Poesía", exhibe al Rubens paisajista, aunque no acabo de entender por qué asocian la poesía con el campo. Quizá el tópico del locus amoenus pese mucho todavía entre los galeristas. De este conjunto de obras -que tanto influyó en los paisajistas británicos: Gainsborough, Constable y mi admirado Turner, además de en franceses como Watteau-, destaca una pieza: El jardín del amor, de 1635, que también se encuentra en el Prado, y que se ha trasladado a estas salas para que luzca en todo su esplendor: un esplendor mitológico y barroco, en el que, por entre los pliegues de los ropajes carmesíes y áureos, asoman carnes casi transparentes, de tan blancas, y papadas marsupiales, y pechos admirables. Alrededor de los hombres y mujeres que componen la escena revolotean amorcillos muy bien alimentados, y el agua mana de los senos de una fuente que representa a Juno montada en un delfín. En la sección "Elegancia" se expone el Rubens retratista, antecedente de Reynolds y Thomas Lawrence, entre otros. Esta parte me interesa poco, aunque no dejo de observar lo feos que son casi todos los retratados. Un personaje, en concreto, el enano de Maria Grimaldi and Dwarf, de 1606, es atroz: repulsivo de tan horrible. Solo encuentro una excepción: el autorretrato de Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun, de 1782, aunque el hecho de que sea un autorretrato me hace sospechar que el rostro verdadero de Marie-Louise-Élisabeth acaso no fuese tan agraciado como aparece aquí. Tampoco me seduce demasiado la amplia sección dedicada a las relaciones de Rubens con los poderes de su época, que fueron muchas y muy provechosas; de hecho, se convirtió en el principal inmortalizador de las monarquías europeas: dedicó una imponente serie de cuadros a las hazañas de María de Médicis, reina de Francia, y decoró el techo de Banqueting House, en el palacio de Whitehall, en Londres, para mayor gloria del rey Jaime I. En la sección "Compasión", dedicada a la obra religiosa de Rubens, se repite, fastidiosamente, el interés de mis compatriotas por este aspecto de su obra, y se recuerda que los misioneros utilizaban sus imágenes para evangelizar a los indios de la colonias americanas (su pintura llegó también a Asia, como demuestra una porcelana china de la dinastía Qing, de principios del s. XVIII, que reproduce su "Crucifixión"). Sin embargo, y pese a la alegada fascinación de los españoles por el arte de Rubens, hay pocas muestras de pintores nacionales: solo un Murillo (Conversión de San Pablo) y un Claudio Coello (La Virgen con el Niño adorados por San Luis, rey de Francia). Antes de pasar a la sección siguiente, reparo en una curiosa Santa Cecilia, de Gustav Klimt, fechado en 1885, a imitación de la Santa Cecilia de Rubens, de 1660. Llegamos por fin a las dos partes que más me atraen: la violencia y la lujuria. En la primera, Rubens demuestra su gusto por la beligerancia, la atrocidad y el horror. Sus imágenes son apocalípticas e infernales, aunque entre los padecimientos que sufren sus personajes, como se advierte, por ejemplo, en La caída de los malditos, nunca se cuenta pasar hambre. En estos cuadros violentos no solo se representan batallas o fulminaciones divinas, sino también escenas cinegéticas. La pieza más espectacular es La caza del tigre, el león y el leopardo, de 1617, aunque el leopardo ya está muerto. La ferocidad de los animales -manifiesta en el bocado en el hombro que un tigre le asesta a un jinete musulmán- y la perfección de sus cuerpos en movimiento se conjuga con la delicadeza con que una tigresa cuida a sus cachorros -en una de esas conjunciones imposibles que los pintores antiguos superaban sin complejos: había que aprovechar el óleo para aportar cuanta más información, mejor- y la correspondiente brutalidad de los cazadores, uno de los cuales se atreve a desencajar la mandíbula de un león con las manos. Entro ilusionado en la última sección, "Lujuria": estoy seguro de que en ella me encontraré en mi salsa. Y, en efecto, disfruto de los exuberantes desnudos rubensianos, cuyas pieles, en las que se mezclan el perla, el marfil y el rosa, invitan a estirar la mano y comprobar su textura (y, en no pocos casos, su tiesura). Es cierto que su erotismo se inspira en las historias de la Biblia, la mitología grecolatina y la literatura clásica, lo cual lo priva de cierta aspereza natural, de la excitación o claroscuro de lo posible. Pero los sátiros persiguiendo a las ninfas, o los eremitas descubriendo beldades dormidas, no dejan de tener su gracia. El derroche de carne que hace Rubens en sus cuadros es muy consolador; nada de estilizaciones: ¡viva la lorza y arriba el michelín! Sus figuras copiosas han encontrado numerosos cultivadores posteriores: desde las bañistas gordezuelas y pálidas de Cézanne, o la de pelo largo de Rénoir, hasta el Fauno descubriendo a una durmiente, de Picasso, que en 1936 todavía imitaba a La bella Angélica de Rubens, pintado más de tres siglos antes. La última parada de la exposición es "La Peregrina", una composición de Jenny Saville que reúne diversas obras contemporáneas inspiradas o influidas expresamente por Rubens, entre las que reconocemos El sueño y la mentira de Franco y Busto de mujer, de Picasso. Me agrada comprobar que aquí no se subraya el interés religioso de los españoles por Rubens.

viernes, 13 de marzo de 2015

Leeds

Hoy viajo en tren a Leeds, cuya universidad me ha invitado a participar en los encuentros "International Writers at Leeds", coordinados por el joven hispanista Duncan Wheeler. El tren siempre es fuente de interesantes sorpresas en Inglaterra, quizá porque forma parte indisociable de una cultura que ha crecido, económica, social e imperialmente, a su alrededor. Voy al toilet y, allende el chorrito que cae, reparo en un letrero pegado en la cara interior de la tapa del inodoro. El rótulo ruega que no se tiren productos que puedan embozarlo, como toallas de papel o pañales, y luego enumera otro desechos asimismo prohibidos: "el móvil viejo, el suéter de tu ex, el jarrón horrible que te regaló tu tía, sueños, esperanzas y deseos". Ah, el humor británico, siempre suavizando el rigor de las normas, acaso porque las normas son demasiado rigurosas en este país. En España las combatimos con picaresca: eludiéndolas o vulnerándolas; aquí las cumplen riéndose. Luego soy testigo de otro minúsculo incidente, revelador de la mentalidad de este país contradictorio. Vuelto a mi asiento, me giro para colocar bien el cabecero de tela del respaldo. Mi mirada se cruza entonces con la de la señora que ocupa el asiento detrás del mío. Am I annoying you?, pregunta la mujer: "¿Le estoy molestando?". No, no me molestaba en absoluto, pero el solo hecho de que la haya mirado -y mirar directamente puede interpretarse en los países puritanos como un desafío o una agresión- le ha inducido a pensar que le estaba reprochando algo, una de esas recriminaciones que en Gran Bretaña se hacen con los ojos, no con palabras. Y no es menos asombroso que haya respondido con franqueza y educación a lo que ha creído una censura. En España, probablemente, no habría dicho nada y se habría dedicado el resto del viaje a clavarme la rodilla en los riñones. En Leeds la Universidad me ha alojado en uno de los dos hoteles Ibis de la ciudad. Desde luego, si esperaba que lo hiciera en uno de esos establecimientos victorianos, forrados de moqueta y maderas nobles, con óleos en los pasillos de los primeros ministros o escritores célebres que ha dado la ciudad a lo largo de los siglos, estaba muy equivocado. El Ibis es espartano, y el baño parece una cápsula espacial, aunque del Ikea; la grifería, no obstante, es Grohe. Como tengo tiempo, antes de encontrarme para comer con Duncan y Mercedes Cebrián, que participa en el acto conmigo, me doy una vuelta por Leeds. Estuve en la ciudad hace muchos años, pero fue una visita muy breve, de la que apenas recuerdo nada. Hoy me parece una ciudad desordenada, como, por otra parte, suelen ser las ciudades británicas, excepto las pocas que han preservado su núcleo histórico, romano o medieval, y han crecido alrededor de él. Llovizna, pero eso no es ninguna novedad: también sucede en las demás ciudades del país. Veo un edificio enorme, presidido por una torre: es el ayuntamiento; veo también los jardines Mandela, modernos, en honor del prohombre sudafricano; veo una tienda que se llama A Nation of Shopkeepers, "una nación de tenderos", como llamó a Inglaterra Napoleón, cuyo desprecio ha enorgullecido desde entonces a los ingleses; y veo también, a su lado, una librería, hacia la que me dirijo presuroso, hasta que distingo que es una librería cristiana. Cambio entonces de acera, como si me hubiera cruzado con algún malandrín, y me alejo a buen paso. Con Duncan y Mercedes me encuentro en Browns, un restaurante del centro. Comemos y charlamos sin prisa: aunque hemos quedado a una hora española, las tres de la tarde, el acto empieza a las cinco y media en la biblioteca de la ciudad, que está al lado. Duncan es un profesor muy activo y un excelente conocedor de la cultura y la sociedad españolas, que colabora con la Universidad Carlos III de Madrid, y Mercedes se muestra como es su literatura: chispeante, ingeniosa, perspicaz, pero atravesada por una extraña vulnerabilidad. En la biblioteca, Duncan nos presenta a nuestros respectivos traductores: en mi caso, Jenny y Diane, dos encantadoras y muy competentes doctorandas de la universidad. Antes de que empiece propiamente la intervención, Duncan informa a los asistentes de dos asuntos muy importantes: dónde están los lavabos y qué hay que hacer en caso de incendio. Luego especifica que, aunque en el cartel del acto consto como argentino, soy español. No sé si me gusta que lo haya aclarado: a mí me hacía ilusión figurar como argentino. En un aparte, Duncan me informa también de que, cuando se dio cuenta de su error, mandó parar la impresión de los carteles, y de que hay un buen número de ellos en los que ya no consto como compatriota de Borges, aunque tampoco dicen que sea español. En estos, pues, soy apátrida. Francamente, prefería ser argentino. El acto se desarrolla, en inglés, con normalidad: Duncan nos pregunta por nuestra literatura, por la influencia que los autores que hemos traducido hayan podido tener en nuestra propia obra, por nuestro concepto de exilio; y leemos, nosotros en español y nuestros traductores en inglés, los textos elegidos para la ocasión. Aunque no hay mucho público, el debate es animado. A mí me preguntan por Whitman; en concreto, por cómo se me ocurrió la locura de traducir todo Hojas de hierba. No tengo otra respuesta para eso, salvo que fue un encargo. Cuando acabamos, nos vamos a tomar una pinta a un pub cercano: en España, tras lo actos literarios, nos atizamos unas bravas; aquí beben cerveza. Duncan nos habla de un compañero suyo del Departamento a quien le gusta mucho Ana García Obregón. A Mercedes y a mí se nos desencajan las mandíbulas. Yo sitúo a Anita Obregón en el deslumbrante firmamento del cutrerío patrio y les explico a Jenny, Diane y los demás en qué consiste la principal actividad de la presunta actriz y licenciada en Biología: el posado playero. Todos sorben sus ales mientras en sus ojos se refleja el esfuerzo intelectual que les supone entender que algo así suceda. Luego nos despedimos, salvo Mercedes y yo, que prolongamos el encuentro en un restaurante que ella conoce, The Botanist. A la mañana siguiente, dispongo de algunas horas para seguir viendo la ciudad, antes de que salga mi tren a Londres. Paseo por Briggate, una de las principales arterias comerciales de Leeds, a cuyos lados se abren varias arcades, esas galerías cubiertas -y, a menudo, historiadas- llenas de tiendas caras. Llego hasta el edificio circular del Corn Market, el antiguo mercado del maíz, y no dejo de entrar en una charity shop para echar un vistazo a los estantes de libros. Felizmente, encuentro una traducción al inglés de Ficciones, de mi compatriota Jorge Luis Borges, en una buena edición, de tapa dura, por una libra y media; me la llevo sin dudar. Visito, en fin, dos bonitas iglesias: la de la Santísima Trinidad, consagrada en 1729 y presidida por una torre de 60 m de altura, cuyo interior es georgiano, airoso e inmaculado; y la de San Juan Evangelista, la más antigua de la ciudad, construida entre 1632 y 1634, ricamente ornamentada. Observo en un rincón unos paneles dedicados al recuerdo de los fieles de Leeds que lucharon y murieron en la Primera Guerra Mundial, y me fijo en el rostro cuadrado y adusto de un oficial bigotudo. Su lema -y la arenga que no dejaba de pronunciar ante los soldados a sus órdenes- era este: Do your duty, fear God and honour the King: "Cumplid con vuestro deber, temed a Dios y honrad al Rey". Sencillo, británico y eficaz. Fortalecidos por semejante mandato, es seguro que los infantes que mandaba hundían muy adecuadamente las bayonetas en las tripas de los boches. Cuando salgo de la iglesia, me dirijo lentamente a la estación del ferrocarril. Cuántas veces, recuerdo, me he encontrado en esa situación: paseando solo por una ciudad desconocida, entrando en museos e iglesias (y sentándome en los bancos para descansar), tomándome un café en algún bar, viendo pasar a gente a la que nunca más volvería a ver, contemplando los cambios de color del cielo, y los giros mordientes del viento, y la aparición, quizá, de la lluvia. Forma parte, supongo, de la vida del escritor. Forma parte de la vida del solitario.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Los lugares llenos, vacíos

Siempre me han gustado los lugares pensados, diseñados o, simplemente, acostumbrados a estar llenos, cuando están vacíos. Esa inversión de su ser los vuelve distintos y hermosos. Hace unos días volví de Barcelona a Londres. Por una de esas leyes bien establecidas, pero tácitas, del mundo de la aviación comercial -era sábado, era marzo, era una hora anodina-, apenas había nadie en la terminal 1 de El Prat. Pasé los controles del equipaje de mano y de identidad en un santiamén. Los vigilantes del arco detector de metales me daban las buenas tardes y alguno hasta sonreía. Entré en una farmacia para comprar un par de cosas que necesitaba: no había nadie, y la dependienta, que no dejaba de estornudar, me explicó muy concienzudamente que sus estornudos eran alérgicos: cuando llegaba la primavera, se ponía fatal. En el bar en el que me senté para hacer tiempo, solo había otra mesa ocupada. Los dos camareros, ociosos, charlaban animadamente: uno le contaba al otro lo difícil que resulta sobrellevar dieciséis años con la misma mujer. En un momento de la conversación, el monógamo abnegado se interrumpió y, abrumado por la inactividad, exclamó: "¡Madre mía! Esto es un desierto...", aunque no sé si se refería al aeropuerto o a su vida sexual. Cuando llegó por fin una viajera -una joven muy rubia y muy gorda, con unos pantalones que explotaban de ceñidos, que luego descubrí que volaba conmigo a Gatwick, por fortuna en otra fila de asientos-, le dio una conversación que más bien parecía una necesidad: "-¿Y de dónde eres?. -De México. -Ah, qué bien. Yo estuve en México hace muchos años. -¿Y qué le pareció? -Oh, estupendo, aquello es una maravilla...". Oyendo la conversación -el silencio del vacío que nos rodeaba lo hacía inevitable-, me pareció advertir en las inflexiones de la voz del camarero el eco de su cansancio matrimonial. Más allá de su charla, no había nada. Los pasos resonaban en los pasillos. En las zonas de descanso no descansaba nadie. La mayoría de las puertas de embarque estaban cerradas. El sol se ponía con la misma lentitud con la que todo sucedía en el aeropuerto. Y la enormidad de las cosas que veía -las columnas, los techos, los vestíbulos y distribuidores: el espacio- parecía crecer sin límite, exonerada del frenesí de los cuerpos, que la constriñe y humaniza. Paseando por las salas de la terminal, recordé los pueblos de la Costa Brava en cuyos campings había trabajado cuando era joven, y su aspecto desolado pero cautivador en invierno. Los veranos son allí, desde hace décadas, un pandemonio de gente: el paraíso de la playa, la borrachera y el fornicio. Todo arde, como arde el sol en el cielo. Millones de pieles hambrientas se tuestan en la arena y las terrazas -y se refrescan de noche bajo los focos fríos de las discotecas y los prostíbulos-, y miles de propietarios, comerciantes, trabajadores y aprovechados atienden el sindiós del turismo, sin descuidarlo un minuto, ni un centímetro. En invierno, sin embargo, una lánguida soledad invade los pueblos de la costa de Gerona. Los chiringos y las tiendas están cerrados, salvo los irreductibles -bares, o más bien tascas, y supermercados, o más bien lidls- que atienden a los indígenas. Uno pasea por la playa sin divisar a nadie, mientras la tramontana eriza el agua y alborota los pensamientos. Hace un frío rotundo, y uno cree ver los espectros de los cuerpos desnudos de los bañistas, azotados por el calor, sudorosos de crema y excitación, entre los remolinos de arena. Los pueblos veraniegos en invierno alumbran reflexiones filosóficas: su vacío revela la levedad de los afanes, la transitoriedad de toda alegría. Hace unos tres años, tuve una experiencia similar, pero en un lugar muy distinto. Había de auditar los contratos administrativos de la entidad pública que gestiona el circuito de Montmeló. Las auditorías siempre se hacen en equipo, pero, por varias razones, yo trabajaba solo: mi labor, jurídica, era autónoma en el conjunto de la investigación y, además, la jefa del grupo, una arpía detestable, no quería tenerme cerca y me había desterrado a un despacho abarrotado de cajas con papeles y materiales de desecho. Sin embargo, lo que para ella constituía un castigo, para mí era una bendición: no solo no tenía que verle la cara (ni las lorzas) durante las muchas horas de curro, sino que el aislamiento me daba plena independencia para hacer lo que me apeteciera sin tener que dar explicaciones. Salía, pues, a eso del mediodía para recorrer el circuito, y visitaba la pista -por la que solo a veces se entrenaban algunos coches; en la mayoría de ocasiones, el asfalto era únicamente un río quieto, una sucesión de meandros de negrura reluciente-, o recorría los boxes -si había alguno abierto, observaba las herramientas espaciales, los motores como alienígenas congelados, los aluminios que brillaban como diamantes-, o, simplemente, paseaba por las amplias explanadas, por las muchas hectáreas, entonces inútiles, en las que, en los días de competición, se amontonaban los camiones, las carpas y decenas de miles de personas. (Gracias a una invitación de la entidad, Ángeles y yo pudimos asistir, meses más tarde, a la carrera de Fórmula 1 que se corre allí cada año: nunca he visto espectáculo más estúpido. Consiste en sentarse bajo un sol implacable, en unas gradas que destrozan el culo y la espalda, y ver pasar cincuenta veces a los mismos coches por delante de uno. El estruendo, insoportable, taladra el cerebro [aunque sospecho que el cerebro de muchos de los que allí se reúnen ya está naturalmente taladrado] y la velocidad de los bólidos es tanta que uno no tiene ocasión material de apreciar la calidad de la conducción o la inteligencia de las maniobras, si es que ambas cosas son dignas de aprecio. De hecho, uno nunca sabe qué está pasando, ni quién va delante, ni quién se ha retirado, ni quién se ha matado en un accidente. De vez en cuando, se oye un rugido del público, y eso es que un corredor ha adelantado a otro. Si hay dos rugidos, es que el adelantado ha adelantado de nuevo a quien le había adelantado antes. Y poco más). En aquellas caminatas mías por las instalaciones de Montmeló, yo disfrutaba del canto de los pájaros (y me parecía increíble que allí hubiera pájaros, y que cantaran, y que yo pudiera oírlos), del silencio desolado del lugar y, sobre todo, de esa sensación de desconcierto que tienen las cosas cuando no se dedican a aquello para lo que han sido concebidas. Ese desconcierto me refrescaba, me rejuvenecía. Muchas mañanas, mientras andaba, componía décimas mentalmente. Componer poemas en uno de los templos de la demencia contemporánea, donde se celebraban aquellos aquelarres multimillonarios de ruido y multitudes, y se idolatraba una tecnología sin sentido, sin otro propósito que la tecnología por sí misma, era una forma de sobrevivir a la devastación, de refugiarse en algo delicado y limpio frente a lo desquiciado, a lo incomprensible de las cosas.

viernes, 6 de marzo de 2015

Medio siglo de oro y otros asuntos

Esta ha sido una semana de bolos y festejos literarios. El lunes participé en Cita de Poetas, el ciclo de lecturas que coordina Rodolfo del Hoyo, desde hace un año, en la Librería de la Calle Mayor de Santa Coloma de Gramenet. Para admiración y hasta pasmo de muchos, que la creían población yerma y marginal, Santaco, como la llaman sus naturales, mantiene una activa vida cultural desde hace muchos años, asentada en la inquietud creativa de la gente y en el apoyo que el ayuntamiento, siempre de izquierdas, lleva prestando, desde siempre, al teatro, el cine, la música y la literatura. Fue un placer ver, después de mucho tiempo, a viejos amigos como el propio Rodolfo, Norberto Delisio y Carlos Vitale, que funge de presentador de las sesiones. Luego, un grupo de irreductibles, en el que brillaban con luz propia Pedro Cano y Carlos García Quesada, prolongamos el encuentro en una bodega especializada en vinos muy cercana a la librería, con notable trasiego de caldos, poesía y caracoles de mar. Esta tarde leeré en la tertulia de El Laberinto de Ariadna, que lleva desarrollando una meritoria actividad literaria en Barcelona desde hace casi dos décadas, y con la que ya colaboré hace muchos años, gracias a la iniciativa de Daniel Riu Maraval y Marie-Alice Korinmann. Ahora, tras un dilatado paréntesis, y gracias al interés de su presidente, Felipe Sérvulo, y de Blanca Ruiz, una de sus principales colaboradoras, vuelvo a sus días de lectura, junto al poeta y amigo Andreu Navarra. Anteayer y ayer estuvieron dedicados a la promoción de Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán, que ha publicado el Fondo de Cultura Económica. El acto del miércoles fue la presentación del libro en La Central del Raval. Me acompañó Jesús Aguado, y entre el público estaban José Ángel Cilleruelo, Jordi Virallonga, Álex Chico, Rafa Mammos y Antonio Beneyto, entre otros amigos, además de varios de los poetas antologados: Ramon Dachs, Vicenç Altaió, Susanna Rafart y Carles Duarte. Introdujo el acto Francisco Arbós, responsable hasta ese mismo día del FCE en Cataluña. Y subrayo lo de "hasta ese mismo día" porque, en efecto, como consecuencia de un cambio brusco y radical del equipo directivo del Fondo, el miércoles Francisco había dejado ya, oficialmente, de ejercer sus funciones. No obstante, quiso acompañarnos, pese a la amargura del momento, y nos presentó a Jesús y a mí. Yo le agradecí mucho el gesto: sé bien lo difícil que es actuar en representación de una entidad que ha decidido prescindir de uno. En un mundo en el que abundan la descortesía y la indignidad, la participación en el acto de Francisco -y de Jesús, que, con varios proyectos literarios en curso en la editorial, también se había visto afectado por el seísmo en la gerencia- era la mejor demostración de que todavía se puede obrar con entereza y lealtad. En el caso de Jesús Aguado, las dificultades se incrementaban por un hecho ominoso: aquella tarde, al salir de casa, le habían robado la mochila de un tirón. En ella llevaba un ejemplar de Medio siglo de oro y las notas que había tomado para el acto. Todo parecía confabularse contra el sosiego de la presentación, pero Jesús supo sobreponerse al disgusto e improvisó unos apuntes a partir de la reseña sobre la antología que acaba de publicar José Ángel Cilleruelo en Quimera. Como el propio Jesús señaló, también José Ángel había sido robado, aunque con tirón de naturaleza muy distinta a la que él había sufrido. Yo, en fin, recordé que mi pasión por la literatura catalana provenía de un versículo del Llibre d'amic e amat, de Ramón Lull, que me había regalado, manuscrito en un trozo de papel, una novia que tuve, mi primer amor, y que había conservado en la cartera, hasta que esa cartera, un mal día, me fue también robada. Todos convinimos en que los latrocinios generan extrañas adhesiones. Y también en que tenía que ser muy frustrante para los cacos que el fruto de su pillaje, en el que ponían tantos esfuerzos y esperanzas, fuese un triste libro de poesía. Jesús, por otra parte, estaba seguro de encontrarlo en una pequeña librería de viejo que hay cerca de su casa: entonces lo recuperaría, aunque no podía asegurar que fuera comprándolo. Ayer, en fin, cuatro de los poetas antologados dieron un recital de algunos de los poemas incluidos en Medio siglo de oro en el Pipa Club, en la plaza Real. Yo llegué con alguna antelación y paseé un rato por la plaza, observando su belleza crepuscular, las actuaciones de los músicos callejeros frente a las sucesivas terrazas que la ciñen y los constantes reclamos de los empleados con traje, corbata y mucha labia para que entrara a consumir parvas raciones de marisco a precios siderales. Luego me tomé una caña en el Glaciar, mi bar de siempre en ese lugar, y subí al Pipa Club, un local dedicado al cultivo y la exaltación del fumar en pipa. A la hora en que nos reunimos, ya no había socios -es más: ni siquiera se permitía fumar- y los salones del piso se dividían entre el bar, la sala de actos y el billar. Es un lugar extraordinario, que, según nos dijeron, va a cerrar el próximo verano, a causa de un desgraciado conflicto con el municipio. Los techos, entrecruzados por vigas de madera, son muy altos, como corresponde a los inmuebles antiguos de Barcelona; los muebles, convenientemente viejos; el ambiente, tenebroso, pero matizado por los islotes de luz de las farolas de la plaza; y por todas partes, la celebración de la pipa: un cajón en el que se muestra, con las piezas de una, cómo se fabrican; minúsculos museos etnográficos, en vitrinas, con ejemplos de pipas del mundo entero; y toda suerte de fotografías y cuadros con personajes famosos que las fuman. (La plaza Real está llena de rincones parecidos: recuerdo una radio alternativa, en cuyo programa sobre literatura me invitó a participar mi amigo Miguel Osset hace muchos años, al fondo de un larguísimo pasillo en uno de estos edificios que solo son iguales por fuera: en las habitaciones que daban a ese corredor podía uno encontrar a uno [o varios] fumándose un peta, a una pareja [o a un grupo] ejecutando interesantes malabarismos sexuales, sin preocupación alguna por quien los viese, o una biblioteca especializada en filosofía tántrica). En el Pipa Club, el escritor colombiano, pero afincado hace mucho tiempo en Barcelona, Juan Pablo Roa -que acaba de inaugurar una editorial muy prometedora, Animal sospechoso, continuación y crecimiento de la revista del mismo nombre- y la filóloga Sandra Pareja, canadiense de Toronto, organizan desde hace algunos mesos unas lecturas, llamadas Encuentros Albor, que pretenden dinámicas y renovadoras. En el recital participaron Xavier Bru de Sala, Vicenç Altaió, Ramon Dachs y Susanna Rafart: ellos leían los poemas originales y yo, mi traducción al castellano. Tuvimos también que sobreponernos a algunos percances, que parecían diseñados por la mala ventura para echar al traste el acto: a Sandra se le cayó el micrófono cuando nos estaba dando la bienvenida (a resultas de lo cual dejó de funcionar; el micrófono, no ella) y luego casi se cae la propia Sandra, al tropezar con el cable de ese mismo micrófono, que cruzaba malévolamente las escaleras que daban acceso al estrado. Pero Sandra, con toda la dulzura que demostró, parece también poseedora de un carácter indestructible: no se dejó afectar por los incidentes, ni por el hecho de que en la plaquette que se publicó con los poemas que iban a leer los participantes no figurase el nombre del traductor (es decir, el mío: me cabe el honor de haber sido el primero con el que les ha pasado eso, y también el de haber vuelto a la invisibilidad secular de los traductores), ni por el malévolo chiste que no pude reprimirme de contar sobre su ciudad: "El primer premio de un concurso televisivo es una semana en Toronto; el segundo, dos semanas en Toronto; el tercero, tres...". Susanna leyó en voz baja, delicada y melódicamente; Ramon, marcando con firmeza las pausas entre los versos de sus poemas mínimos; Vicenç -que cada vez se parece más al personaje de Casanova que ha representado en el cine, y que tenía que irse pronto, porque iban a desconectar a su padre en el hospital-, con firmeza enumerativa y teatral; Xavier, por último, con despojamiento y sobriedad, y yo pensé, mientras lo hacía, en que nunca habría pensado que fuese a compartir un momento como ese cuando asistí dos veces, jovencísimo y deslumbrado, a su versión del Cyrano de Bergerac, interpretada por Josep Maria Flotats, a principios de los 80. Entre el público, Francisco Arbós, Eduardo Arbós -que no tiene nada que ver con el anterior, pero sí un nombre estupendo-, Aurelio Major -que aventuró el cartel que colgaría en la puerta del local en verano, cuando ya lo hubiesen desalojado los fumadores: "Esto no es una Pipa Club"- y el gran Carles Hac Mor, cuya cabellera y barbas blancas forman alrededor de su rostro un halo hirsuto e inmaculado. Luego, al ir al baño, un joven me dijo en inglés, con fuerte acento francés, cuánto le gustaba el Pipa Club, pero ese ya no era asistente a la lectura. Al salir a la plaza, cerca ya de las diez, y pese al fresco de la noche, las terrazas bullían de masticadores de marisco mediocre y caro, que, no obstante, parecían muy felices. También yo lo estaba. 

lunes, 2 de marzo de 2015

Un domingo en el mercado de San Antonio

Hoy he decidido hacer un viaje en el tiempo y visitar el mercado de San Antonio. Tengo la mañana libre y, como he quedado a comer en casa de mi madre, me pilla cerca. He dicho que es un viaje en el tiempo, porque yo lo asocio -y lo asociaré hasta que me muera- con los domingos de mi infancia en que acompañaba a mi padre a los puestos de libros, y allí observaba su busca incansable y, con el instinto de supervivencia de un hombre que había vivido la guerra civil y la tenebrosa posguerra, su no menos incansable regateo. Creo que, como tantas otras cosas, mi pasión por el libro viejo -y, de hecho, por la literatura- proviene de aquellas mañanas perdidas entre el polvo de los libros y la ceniza de los libreros: la de sus puros y la de sus cuerpos, que parecían tan astrosos y desencuadernados como los del género que vendían. Hacía mucho tiempo que no venía. Antes se montaba en el edificio viejo de San Antonio, inaugurado en 1882, una gran construcción metálica, en cruz griega, que durante la semana funciona como mercado municipal, de ropa y alimentos. Tras la remodelación iniciada en 2009, los libros se han desgajado del cuerpo principal del mercado, trasladado a la Ronda de San Antonio, y se exhiben bajo una cubierta situada en la calle Comte Borrell, entre Tamarit y Manso. Lo primero que me sorprende del lugar es la muchísima gente que hay. Uno está convencido de la decadencia de la literatura y del libro como objeto cultural, pero esta aglomeración parece desmentir esa creencia. Claro que aquí no solo vienen compradores de libros, sino también de vídeos, CDs, grabados, tebeos (es decir, cómics), postales, fotografías y toda clase de revistas. Pero ya en mi niñez se vendían estas cosas en San Antonio, salvo los artículos audiovisuales e informáticos. La gente se amontona por todas partes hasta formar una masa compacta -y, en algunos puntos, casi impenetrable- de seres humanos, a la que se suman los carritos de los niños -que actúan al modo de las máquinas quitanieves: apartando a la gente a ambos lados de su recorrido- y hasta los perrazos con los que algunos tienen la descortesía de lanzarse a la corriente. Atravesarla requiere templanza y mucha educación. Recuerdo el consejo de mi padre: a San Antonio hay que ir temprano, para que no te coja el gentío y para cobrar las piezas más interesantes -así hablaba, como un cazador-, aunque nosotros nunca llegábamos antes del mediodía. Pese a la muchedumbre y la apretura de los puestos, para un rebuscador experto de libros viejos es fácil distinguir cuáles merecen la pena y cuáles son meros muladares de superventas y otras bazofias de la industria editorial. Me concentro, pues, en los que ofrecen un fondo literario, aunque se limite a una caja de libros de poesía, una colección estimable que se salda, o un ala del tablero que utilizan como escaparate. Compro una edición corregida y ampliada del Libro del desasosiego, en Acantilado, con traducción de Perfecto Cuadrado: recuerdo que la que leí hace muchos años era horrible; Pessoa, no obstante, sobrevivió a ella, como siempre hace la buena literatura con sus peores continentes. Me hago también con una curiosa edición, ilustrada, de El derecho de asilo, de Alejo Carpentier, un autor demasiado olvidado para sus méritos, entre los que se cuenta un fabuloso El siglo de las luces, y con otra, asimismo con dibujos -de Gustavo Doré, el ilustrador de tantos clásicos-, de Escenas de Londres, de Virginia Woolf, por razones obvias; ambas, publicadas en la colección "Palabra Menor", de Lumen, una de esas a las que siempre hay que prestar atención. Veo varias novelas de Antonio Rabinad, aquel escritor barcelonés que era también librero de segunda mano y que vendía sus propias obras en San Antonio. Recuerdo sus ojos siempre activos, preocupados por que, aprovechando las charlas que mantenía con los clientes, nadie le mangara el género. Y era carero: sus descuentos eran miserables y su regateo, ninguno. Pero escribía bien. Veo también, de repente, una nuca que me es familiar. En realidad, es una calva desgreñada, uno de esos cráneos mondos que concentran el escaso pelo superviviente en el occipital; pero ese que conservan, lo conservan muy largo. Por suerte, este no se peina a lo Anasagasti, extendiendo las serpentínicas guedejas de un lado a otro de la calva, lo que resulta, no solo repulsivo, sino que acentúa la percepción de la calvicie: lo tapado artificiosamente se hace más evidente que si fuera destapado. Pertenece a un escritor hispanoamericano que vive en Barcelona desde hace muchos años y con el que he tenido amistad. Sin embargo, algún gesto suyo reciente hace que no me apetezca verlo. Algo infantilmente, cambio de pasillo para no coincidir con él, y prosigo mi busca. Mientras voy de un puesto a otro, oigo a una mujer que le pregunta a un librero: "¿Tiene Biblias?". El vendedor le responde que no, pero, un puesto más allá, veo una, y, en el siguiente, otra. Compro El ciego en la ventana, una entrega reciente de Juan Antonio Masoliver Ródenas, en Acantilado (cuya abundante presencia en los puestos no sé si es debida al reciente fallecimiento de su editor, Jaume Vallcorba). Ojeando el libro, reparo en que el prólogo cita a mi amigo Jordi Doce y, junto a él, como lectores de español en Oxford que ambos fueron, a "Javier Manías" (sic). Se me escapa una carcajada: esto no puede ser una errata involuntaria: en los libros de Acantilado nunca hay erratas y, además, es imposible que una errata caiga tan bien y sea tan significativa como esta. Me recuerda a las que introducían algunos amigos malignos en los títulos y versos de Manuel Álvarez Ortega, un poeta cuyo perfeccionismo vanidoso hacía que fuese muy placentero zaherirlo: así, su poemario Oscura marea se convertía en Oscuro mareo. En cuanto a Marías, es un buen articulista, pero su permanente malhumor lo perjudica: aunque sus críticas sean compartibles, su ejercicio como gruñón oficial acaba haciéndose cansino. En puestos sucesivos, compro Las grandes elegías y otros poemas, del cubano Nicolás Guillén, en la benemérita Biblioteca Ayacucho (cuyos ejemplares nunca he comprendido cómo pueden venderse a cinco euros: este, una edición impecable, tiene 455 páginas); un curioso Cancionero doble, de Guadalupe Villarreal y anónimo de Yuste, con edición de Juan Manuel de Rozas, publicado en 1985 en la colección Palinodia, de Cáceres, entre cuyos directores y miembros del consejo editorial reconozco a varios amigos, como Diego Doncel y César Nicolás; y, por fin, una primera edición de El ventrílocuo y la muda, de 1930, de Samuel Ros, escritor ramoniano (por Ramón Gómez de la Serna) y joseantoniano (por José Antonio Primo de Rivera), un curioso caso de falangista judío, exiliado en Chile durante la guerra y muerto a los 41 años. Me sucede con este libro algo infrecuente: tras examinarlo y descartarlo por su precio -25 euros-, el librero lo rebaja a 20. Como le sigo diciendo que no, lo vuelve a rebajar, a 15. A ese precio, me siento obligado a comprarlo. Poco antes de irme -los pies empiezan a torturarme-, veo un presunto poemario (a un euro) de una odiosa escritora mexicana, que solicita colaboraciones para su revista, pero que ni siquiera envía un ejemplar a sus colaboradores, y que considera una grosería que estos se lo reclamen; no contenta con eso, se venga de ellos prohibiendo que se publiquen sus trabajos o malmetiendo a la menor ocasión. Un mercado de libros viejos como San Antonio es, en realidad, un depósito de vida, o de vidas, entrecruzadas infinitamente, cuyos nudos asoman aquí y allá. El de la mexicana despreciable se ha hecho hoy visible, pero muchos otros nunca emergen de las profundidades de celulosa en las que están enterrados. Salgo del mercado y voy a hacer el vermú al café Alegría, en la esquina de Comte de Urgell con la Granvía, uno de los pocos cafés antiguos que quedan en Barcelona. ¿Por qué un vermú? No lo sé: yo nunca tomo vermú, pero hoy es domingo y a mi padre le gustaba tomarse unas aceitunas rellenas o unos boquerones en las tabernas sucias y soleadas del barrio. Me siento, alegre, en el Alegría, y ojeo las nuevas adquisiciones, los nuevos hijos, mientras me sirve un camarero de Bucarest. Las olivas están cojonudas.