domingo, 16 de agosto de 2015

Tropelías

La literatura es una industria: hace mucho que se convirtió en una. Sus fastos, como los de toda industria, son enormes. Sus millonarios son también muchos: asusta pensar en las cantidades, de libros y de dinero, que mueven algunos premios, algunos agentes literarios, algunas editoriales, algunos escritores. El espectáculo internacional de la literatura es fabuloso: ferias del libro, superventas planetarios, promociones mundiales. Y las cuchilladas que se reparten los gerifaltes de esta industria por asegurarse a autores, por descubrir a otros nuevos, por garantizarse puntos de venta multitudinarios, por acceder a los medios o voces de prestigio que puedan favorecer la circulación del producto, por destruir a la competencia resuenan como un duelo a espadazos (aunque las más efectivas sean, como siempre, las que se asestan en silencio). Pero hay vida más allá de la industria. A su alrededor, o por debajo de ella, sigue existiendo ese placer, callado y genuino, por la literatura; esas iniciativas voluntariosas por que se siga escribiendo y, sobre todo, por que se siga leyendo, que es de lo que se trata, a fin de cuentas; ese esfuerzo, a cambio de nada, por que cuantos cometemos cada día la insolencia de creer en la poesía, podamos seguir haciéndolo. Una de estas iniciativas es Tropelías, una singular antología poética de la que es responsable Abel Debritto. Abel, a quien no conocía, me escribió hace un año y medio, si no recuerdo mal, desde los Estados Unidos. Estaba investigando en el campo de las Humanidades Digitales en la universidad de Brown, y trabajando en la obra de Charles Bukowski, un autor por el que yo también siento inclinación, a pesar de nuestras evidentes diferencias estéticas. Lo traduje para DVD en 2010: Poemas de la última noche de la Tierra, un libro sobre la experiencia de la vejez. El fruto del trabajo de Abel sobre el áspero poeta norteamericano ha sido Charles Bukowsi. On Writing, recientemente publicado por Ecco/Harper Collins, que se suma a otro ensayo de su autoría sobre el viejo Hank: Charles Bukowski, King of the Underground. From Obscurity to Literary Icon, publicado por Palgrave MacMillan a finales de 2013. Abel me propuso participar en una antología de poesía que publicaría por sus propios medios. Me gustó su franqueza y su cercanía (a pesar de escribirme desde Providence, en Rhode Island), y colaboré. Y también esta iniciativa ha cuajado. El volumen está dedicado a dos poetas que la cultura oficial ha juzgado malditos, ambos ya fallecidos: Leopoldo María Panero y su discípulo Carlos Iguana, a quien vi fugazmente en la presentación en Barcelona de mi poemario La montaña hendida, allá por el año 2002. Kepa Murua, el editor de la editorial donde se había publicado, Bassarai, me susurró al oído: "Mira, ese es Carlos Iguana", igual que habría podido decirme: "Mira, ese es Arthur Rimbaud". La edición de Tropelías es muy corta, lo que la convierte en una rareza bibliográfica: apenas 100 ejemplares en rústica y 25 en tapa dura. La nómina es amplia y significativa: hay desde antiguos novísimos, valga la paradoja (José María Álvarez, Félix de Azúa, Guillermo Carnero, Vicente Molina Foix, Antonio Colinas, Jaime Siles, Jenaro Talens, Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena), hasta neorrealistas combativos o practicantes del realismo sucio (Karmelo Iribarren, Antonio Orihuela, Eladio Orta, Uberto Stabile, Jorge Riechmann, David Pielfort), pasando por neobarrocos (José Manuel Caballero Bonald, Antonio Carvajal), poetas de la experiencia (Almudena Guzmán, Luis Muñoz), irracionalistas de diverso cuño (los propios Panero e Iguana, Carlos Bousoño, Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Carlos Oroza, Julieta Valero), juglares como Luis Eduardo Aute e inclasificables como Fernando ArrabalTropelías es saludablemente promiscua: los estilos, las generaciones y los sexos se mezclan con alegría y hasta con jolgorio. También los idiomas: celebro que Abel (que ahora reside en Romanyà de la Selva, un lugar aún más exótico que Rhode Island), haya incluido en la antología a unos cuantos poetas en catalán: Enric Casasses, David Castillo (aunque una errata ha hecho que no figure en el índice), Jordi Guardans, Susanna Rafart y Jaume Subirana (a Castillo y Rafart los incluí en Medio siglo de oro, mi antología de poesía contemporánea en catalán, y me habría gustado incluir a otro de entre los citados, pero declinó la invitación). Me congratulo especialmente de la presencia de buenos amigos, como Jordi Doce, José María Micó y Vicente Luis Mora, y de algunos autores muy admirados, pero no tan presentes como debieran en las recopilaciones, como Rafael Guillén. La nómina la completan María Victoria Atencia, Aquilino Duque, Julio Alfredo Egea, José Elgarresta, Concha García, Clara Janés, José Jiménez Lozano, Chantal Maillard, Ramón Mayrata y Andrés Neuman. La traducción de los poemas en catalán es del propio Abel Debritto y la ilustración de portada, de  Daniel Canivell. Este es el poema con el que yo he colaborado:

Este silencio forma parte del viaje.
Se instala en  el ruido, desgarra la carne
del ruido y aova en las heridas
que ha abierto, serpentea en la médula
y en las uñas,
                          no merma,
se insubordina.
Este silencio es una mano que abrasa,
una iluminación negra;
                                             acompaña a la incertidumbre:
se desliza por sus raíles inconcretos
hasta alcanzar el vuelo,
pero es, también, un vuelo negro,
o transparente,
                              o una mutilación
En el abismo, todo es silencio. (Crepitan las flores,
chirrían los asuntos, se pronuncian
los degollados).
El abismo es pequeño, como las pupilas con que miro
mi morir; es minúsculo, gigantesco:
                                                                    llena cubos de agua,
esquiva jabones, ladea escobas, desquicia calcetines,
lo perturba el paso de un coche,
la estampida de una hoja.
                                                 El abismo es cuadrado
como la pantalla del ordenador, como lo que veo
cuando me entierro en el agua:
                                                           teselas, azules, abismos,
silencio.
                Las casas que desecaron las cosas
se han abismado
                                 en esta oquedad de papeles incesantes
y camas sin hacer,
en la vastedad del agua transustanciada
por la arquitectura, en el alambre por el que 
camina mi nombre,
                                     y los ojos con que miro
su sombra,
                      y el destino que me elude, como si yo no
fuera materia suya,
como si careciera de boca
                                                 o de motivos para enloquecer.
Pero existe: es el hielo, lo inabarcable,
yo.
       Me resisto a preguntar: quiero ser el agua
que interroga, el rigor de lo fluido,
la laxitud de lo edificado,
la catapulta
                        o la catacumba
de un espacio sin ser, la falta de herramientas
o la abundancia de herramientas (¿un lápiz?,
¿un pecho?),
el cataclismo del amanecer y su zumo
en un vaso,
                      el sexo de lo que no comprendo
y el aire venenoso
del ruido,
y del agua,
y de la opacidad del agua,
por la que me muevo como una contradicción.
Avanzo por esta senda imprecisa
sin rozar siquiera el aire,
embarazado de adverbios y pesadumbres,
desasido
de lo que no tiene cuerpo,
sabedor de todo e ignorante de mí,
poseedor de extremidades y privado de mundo,
seguro de que lo que me rodea es líquido, pero también de
                                                                             [que ha muerto,
abrazado al silencio que se metamorfosea en palabra,
huyendo de los gavilanes que me muerden
como si los instigaran espectros,
sin tierra, 
ni todavía,
                     ni dormirme.
El silencio es la forma que adquiere la incertidumbre
cuando se hace materia:
                                              no saber que no hacemos
pie en el mundo, o saberlo y perecer.
No obstante, vivimos ahí, en lo embarrado,
ahítos de maldad
                                 y hierro;
vivimos en la combustión de los labios,
cuya hospitalidad es perversa;
vivimos en la sequedad
                                            y el infundio.
Ignorar lo que late y lo que se extingue.
Desdeñar el desdén.
Olvidar lo sin alma.
Despojarse de fronteras y de córneas.
Admitir que la voluntad es apenas un destello
de la nada,
                     que las manos no pronuncian
hechizos,
                  que la piel comparte mi nombre,
pero no me conoce.
La desesperación es este poema,
que me repudia.
                               El silencio es este poema, surgido de la
                                                                                         [tarde,
como la sombra que proyecta 
una encina,
                       vástago de un mar
sin otra estructura que el llanto.
La incertidumbre, sin embargo, nos empuja,
nos sobrevuela, como la paloma.
Pero la paloma es repugnante:
sus acentos intoxican;
su miel es una depredación,
una reminiscencia de otras indignidades.
Los pies no llueven.
La lluvia se solidifica.
El reloj ha desertado.
La muerte me mira con sonriente impasibilidad,
indiferente a mis decisiones:
se aferra a mí, fluya
o me enroque,
                           beba o bese,
nazca o muera.
La incertidumbre no me aleja de la muerte,
pero es su albayalde.
Pinto el silencio: de día, agoniza;
                                                               de noche, es blanco.
Me pronuncio, extraviado en la demencia forestal
de los objetos,
                           en el derramamiento nocturno
de mí.
            La luna es ininteligible.
También yo, que la miro.

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