viernes, 30 de enero de 2015

Antes de entrar en combate

Ninguna guerra ha suscitado tanta literatura como la Primera Guerra Mundial. Con aquel horror de trincheras y cuerpos despedazados se asocia incluso, en Inglaterra, a una generación de poetas. Algunos acudieron transidos de fervor patriótico, como Siegfried Sassoon –que después se convertiría en uno de los más acerbos críticos del conflicto–, pensando que el enfrentamiento sería jolgorioso y romántico, y que la suerte sonreiría a las armas inglesas, como siempre; otros, que intuían una realidad más sombría, lo hicieron con estoicismo, cumpliendo con ese deber tan británico de defender a la patria amenazada, aunque nada, en realidad, les fuera en ello: simplemente, dejaban la copa de oporto o la pinta de cerveza que estuvieran saboreando en ese momento y se presentaban en la oficina de reclutamiento más próxima. Algunos volvieron a casa, no sin traumas, como el propio Sassoon, Robert Graves –cuya vida cambió por completo a resultas de la guerra: se estableció en Mallorca y se dedicó a escribir sobre emperadores romanos y mitos griegos; lo contó en Adiós a todo eso–, Richard Aldington, Herbert Read, Ford Madox Ford o Robert Nichols. Pero muchos otros murieron en la Guerra: Rupert Brooke, Wilfred Owen, Isaac Rosenberg, Edward Thomas, Julian Grenfell, Charles Sorley o William Noel Hodgson. Este último, que firmaba con el seudónimo de Edward Melbourne, tenía solo veintitrés años. Se había alistado enseguida, pero no lo habían enviado al frente hasta mediados de 1915. Destinado por fin en Francia, luchó con gallardía en la batalla de Loos; de hecho, mantuvo él solo, durante treinta y seis horas, una trinchera ganada a los alemanes. Fruto de aquella acción, recibió la Cruz Militar y fue ascendido a teniente. Luego se le trasladó al valle del Somme, en el que los británicos planeaban desatar una ofensiva definitiva. Y, sí, lo fue: definitivamente sangrienta, definitivamente trágica. Más de 420.000 británicos y súbditos de la Commonwealth perecieron en aquella hecatombe, que apenas modificó unos kilómetros la línea del frente. Hodgson llevaba escribiendo poemas desde 1913, pero solo los había empezado a publicar, en los periódicos, a principios de 1916. El 29 de junio de 1916, dos días antes de que los silbatos señalaran la hora en que iba a empezar la masacre del Somme, Hodgson publicó un poema, «Antes de entrar en combate», recogido en su único libro de versos, Poesía y prosa en la paz y la guerra, de 1917 –e incluido en algunas antologías de la poesía inglesa de la Primera Guerra Mundial, como Tengo una cita con la muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra), de Borja Aguiló y Ben Clark (Linteo, 2o11)–, que traduzco aquí, en versos endecasílabos y blancos: 

Por tantas maravillas de los días
y el bendito frescor de muchas tardes;
por la última caricia del ocaso
a las colinas, acabado el día;
por tanta hermosura derramada,
y por todos los dones recibidos
sin cuidado, y los días que he vivido,
hazme soldado, Señor.

Por el mïedo y la esperanza humanos,
y las glorias que cantan los poetas,
y el reír de los años sin negrura,
y cuanto es triste y cuanto es hermoso:
por el romanticismo de los años,
y este majestuoso esfuerzo suyo,
y por tantas catástrofes absurdas,
hazme hombre, Señor.

Yo, que en mi alcor de siempre he contemplado,
con ojos insensibles, cómo cientos
de atardeceres Tuyos esparcían
un airoso y sanguíneo sacrificio,
a todo he de decir adïós, antes
de que el sol blanda su fulgente espada;
por los goces que nunca serán míos,
ayúdame a morir, oh, Señor. 

El primero de julio, los 300 hombres del 9º Batallón del Regimiento de Devonshire, al que pertenecía Hodgson, saltaron de las trincheras para cruzar los 400 metros de tierra de nadie que los separaban de las posiciones alemanas, en los que fueron acribillados por un fuego cruzado de ametralladoras, que dejó muertos y heridos a casi dos tercios de ellos, y acabó con ocho de sus nueve oficiales. Tras una hora de lucha, Hodgson, el encargado de suministrar granadas a los soldados, recibió un balazo en el cuello, que lo mató en el acto. Hoy descansa en un pequeño bosque, cerca del pueblo de Mametz, junto a 163 de sus compañeros. Otros poetas han anticipado con temblor la pérdida de las maravillas de la vida –pienso, en la literatura española, en dos autores tan distintos como Blas de Otero y Agustín de Foxá–, pero pocos como Hodgson han atinado a hacerlo con tan sobrecogedora precisión, y menos aún han previsto, tan inmortalmente, su muerte en batalla. Por algo su verso goodbye to all of this fue elegido por Robert Graves para titular su alejamiento del horror y de la sociedad que lo había hecho posible: Adiós a todo eso. Y por eso todavía se recuerda a Hodgson en Gran Bretaña con emoción y amor.

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