domingo, 16 de noviembre de 2014

La City y sus iglesias

Hoy callejearemos por la City, el distrito financiero de Londres; por una parte de ella, al menos: es tan grande que necesitaríamos varios días, probablemente con sus noches, para recorrerla entera. Uno piensa en la City y se imagina un barrio compacto, hecho de grandes rascacielos, sedes de bancos y edificios comerciales. Pero es un error. La City, como casi todos los demás distritos de la ciudad, es una acumulación desordenada de calles y construcciones, un amontonamiento de estratos urbanos, que se apilan, sin otra razón que el azar histórico, desde los tiempos de los romanos. De hecho, nuestra primera visita nos lleva a la iglesia de Saint Mary Aldermary, en cuyo emplazamiento ha habido un lugar de oración desde hace 900 años: las iglesias -por fortuna para el arte, por desgracia para los hombres- acostumbran a perdurar. Saint Mary Aldermary se ha sobrepuesto a las dos grandes catástrofes que han asolado Londres en los últimos 500 años: el gran incendio de 1666 y los bombardeos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Hoy luce una sucesión de bóvedas en las naves central y laterales, con unos techos de estuco muy trabajados. Observamos también que se ha instalado un bar dentro del templo: no en el pórtico, ni en la cripta, ni en una ala secundaria, como suelen hacer muchas parroquias, sino dentro de la iglesia, entre la entrada principal y los primeros bancos para los fieles. Allí, dos parroquianos leen el periódico y dejan pasar el tiempo. Uno de ellos, además, se ocupa de cobrar los paquetes de tarjetas de navidad que se han puesto a la venta en el pasillo central. Ángeles se queda con unas que representan a los Reyes Mayos. Yo pienso, con melancolía, que esta iglesia está entregada a la actividad mercantil: la City la ha inficionado con sus prácticas. Nos adentramos, a la salida, por las calles y callejuelas -porque, a pesar del gigantismo de los edificios, las vías públicas siguen siendo un laberinto angosto de pasajes y costanillas-, y constatamos que este es el barrio de John Milton, el autor de Paraíso perdido. Nació aquí, en Bread Street -la calle del pan; esta era y sigue siendo una zona tradicionalmente de mercados, y cada calle señala la actividad que se desarrollaba en la Edad Media: hay otras de la leche, de la madera, del tejido-, aunque nada queda de la casa en que vio la luz, ocupada hoy por una mole sin identificar, contigua a las oficinas del Banco de Inglaterra. La siguiente parada es otra iglesia, Saint Mary-le-Bow, pero está cerrada. Saint Mary-le-Bow, famosa por el repicar de sus campanas, presenta una lista de calamidades superior a Saint Mary Aldermary: ha sufrido, como esta, el incendio y la guerra, pero ya en el siglo XI demostró su amor por las catástrofes, al ser destruida por un tornado, el gran tornado de Londres de 1091, el primero del que se tiene noticia, y uno de los más violentos de la historia de las Islas Británicas. Qué hacía un tornado, un fenómeno predominantemente tropical, en los helados andurriales londinenses en aquellos remotos tiempos es aún materia de discusión entre los meteorólogos, pero lo cierto es que el antepasado sajón de la iglesia se vino abajo con los ventarrones. Aunque no podemos visitarla por dentro, nos entretenemos en el exterior. Preside su patio delantero, un despejado cuadrángulo, un enorme plátano -no deja de sorprenderme el tamaño de estos árboles en Londres; comparados con ellos, los de Barcelona son lastimosos pimpollos- a cuya sombra se eleva una estatua del capitán John Smith, que estableció el primer asentamiento inglés, Jamestown, en Norteamérica, y entretuvo sus días de gobernador cortejando a la célebre Pocahontas. Que esta tuviera entonces entre once y trece años no disuadió al inglés del seducirla, ni a Saint Mary-le-Bow de erigirle un monumento, ni a Hollywood de difundir sus hazañas como conquistador, en el doble sentido del término. Otros lo considerarían un caso de pederastia, pero aquí se tiene por un pecadillo de la soldadesca; además, se conoce que Pocahontas, a esa edad, ya estaba muy desarrollada. En una esquina del patio dos músicas callejeras están tocando la flauta: piezas clásicas; nada de harapientos soniquetes de perroflauta. Seguimos el camino por Cheapside Street y nos maravilla la extraordinaria mezcla de lo antiguo y lo moderno que observamos por todas partes: entre los monstruos contemporáneos de cristal, aluminio y cemento pervive la arquitectura antigua, los restos del pasado medieval, como la torre de la iglesia de Saint Alban, que con sus 92 pies debía de ser, en su época, una de las mayores alturas de la ciudad, pero que hoy asoma apenas entre torres sobrecogedoras, como una brizna de hierba entre secuoyas. Y solo la torre: no hay iglesia; la iglesia, como tantas otras, fue destruida por los alemanes en 1940. Algo más allá de Saint Alban, entramos en Postman's Park -así llamado por estar cerca de la central de Correos-, uno de los parques más recoletos y curiosos de la ciudad. Su mayor singularidad es una pared donde se han colocado diversas placas en recuerdo de los héroes corrientes de Londres. Los recordatorios más antiguos se remontan a mediados del siglo XIX; el más reciente data de 2007. En uno de ellos se conmemora, por ejemplo, que Thomas Simpson murió de agotamiento después de salvar muchas vidas cuando se rajó el hielo de las lagunas de Highgate el 25 de enero de 1885; en otro, que Frederic Alfred Croft evitó que una chiflada se suicidara en la estación de Woolwich Arsenal el 11 de enero de 1878, pero que, al hacerlo, él mismo fue arrollado por el tren. Muchas de las placas hacen referencia a rescates del fuego y del agua. Es lógico: en una ciudad atravesada por un río caudaloso y cuyas casas han sido, durante muchos siglos, de madera, los incendios y caídas al Támesis eran los accidentes más frecuentes. La más reciente abunda en estas desgracias: Leigh Pitt, operador de reprografía, se ahogó tras salvar a un niño en el Thamesmead Canal. Las más emotivas son las de niños que rescatan a sus hermanos o a compañeros de colegio de las llamas, pero son devorados por esas mismas llamas; y hay unas cuantas. Dejamos este parque tan singularmente funerario con emociones contradictorias: seducidos por la belleza del lugar, pero compungidos por tantas muertes injustas, si es que toda muerte no lo es. El paseo nos lleva después a otras dos iglesias: la de Christchurch Greyfriars, que, víctima también de los bombardeos nazis, solo conserva la fachada principal y la torre, y en cuya nave derrumbada crece hoy una hermosa rosaleda, una metáfora de la admirable capacidad de los ingleses por transformar la desgracia en civilización; y la extraordinaria iglesia de Saint Bartholomew the Great, en Smithfield, que, a diferencia de sus hermanas, ha sobrevivido a todos los cataclismos del último milenio y esplende todavía, como debía de hacerlo en el priorato agustino al que pertenecía, fundado en 1123. Como es lógico, un templo tan antiguo ha visto muchas cosas. Aquí se acogió a sagrado John Milton, al que el rey Carlos II quería cortar la cabeza por sus escritos antimonárquicos; aquí trabajó, cuando en una de sus capillas funcionaba una imprenta, Benjamin Franklin, que estaba de viaje por Europa, en 1752; y aquí se han filmado escenas de Cuatro bodas y un funeral y Shakespeare in love, entre otras películas. Nos acercamos a visitarla: una ardilla sin miedo nos contempla, entre curiosa y solicitante, en el muro de entrada. La entrada cuesta cuatro libras por cabeza, pero no nos importa. Es una pena que el café, situado en un ala del claustro, no esté abierto hoy, porque es muy agradable tomarse un té en una de sus pocas mesas sin sentir otra cosa que el gorjeo de algún pájaro y el aroma milenario de las piedras. Paseamos por las naves, nos asomamos a las capillas, admiramos la sombría sencillez del lugar, y el órgano elefantiásico, y la pila bautismal de 1405, y una pintura de la Virgen con el Niño del español Alfonso Roldán, de 1999, que preside el ábside: sus colores vivos encienden extrañamente la tiniebla. La oscuridad -pero una oscuridad sutil, amable- caracteriza a este lugar. Recuerdo el poema "Santuario" de Virginia Rounding, cuyo protagonista es, precisamente, la oscuridad de San Bartolomé: "The lights are extinguished in the choir,/ and darkness, ever present in the corners,/ steals once more into its ancient space,/ tucking itself around the sanctuary like a blanket.// Against the darkness candles nudge,/ caressing the pillars with a flickering kiss,/ and the spirits of dispossessed departed canons/ nestle in the shadows..." . Nuestro itinerario eclesial nos conduce, tras San Bartolomé, a Saint Giles-without-Cripplegate, que alza su magnífica torre y sus hechuras góticas tardías en la explanada hipermoderna del Barbican. Durante mucho tiempo, Saint Giles quedaba fuera de las murallas de la ciudad, y eso aún puede apreciarse hoy: a pocos metros de distancia del templo, rodeado por inmuebles, una espléndida laguna artificial y una larga sucesión de bares y restaurantes, se conservan varios lienzos de la antigua muralla romana y hasta algunas de sus torres de defensa. Saint Giles es el patrón de los mendigos y lisiados, y por eso a la iglesia se la llama "whitout Cripplegate": no tenía "puerta para los inválidos", una entrada secundaria, generalmente escondida, para los más desgraciados, sino que podían entrar por cualquier parte: su presencia no avergonzaba a nadie ni disminuía la dignidad del templo. Aquí se enterró a John Milton en 1731. Sus últimos años fueron penosos: totalmente ciego, se hacía leer por sus hijas, por amigos o por asistentes contratados, como después haría otro escritor que no sabía vivir sin la palabra escrita, Jorge Luis Borges. El destino postmortem de Milton tampoco fue especialmente afortunado: en 1793 se abrió su tumba y se profanaron sus restos: le rompieron los dientes de una pedrada y le arrancaron una costilla y hasta mechones de pelo, que todavía le crecían, lacios y suaves, según las apesadumbradas crónicas de la época. Desconocemos el motivo de semejante salvajismo. Seguimos después por Moorgate hasta la cervecería Whitbread Brewery, una de las más célebres de Londres, y no solo por la calidad de sus caldos, sino por su condición de centro social. Hoy, de hecho, se celebra aquí una boda: nos topamos con el novio y la novia -feísima, por cierto: no es verdad que todas las novias estén guapas el día de su casamiento; y el novio tampoco es Adonis- cuando vamos a entrar. Ambos se suben a un routemaster, uno de los viejos autobuses rojos de dos pisos, que ahora se alquilan para fiestas privadas, y nosotros penetramos en el recinto de piedra, sanguíneamente iluminado. No obstante, avanzamos poco: un gorila con bombín nos sale al paso con una sonrisa descomunal y unos músculos más descomunales todavía, y nos pregunta si hemos venido al casorio. Cuando le decimos que no, y sin perder la sonrisa, nos indica con la mano la dirección de la puerta y aclara: "Esto es una boda privada". "Claro, claro", ratificamos mientras huimos. La última etapa de nuestro paseo en el cementerio de Bunhill Fields, que casi no podemos apreciar: son las cinco de la tarde, y ya ha anochecido. "Bunhill" proviene de "Bone Hill", la colina de los huesos, así llamada porque aquí se apilaron muchas de las víctimas de la peste que azotó Londres en 1665 (un año antes del gran incendio: fue un lustro divertido): eran tantas que no cabían en los cementerios existentes. Las lápidas se alinean en el rectángulo del camposanto como soldados en formación. Algunas de ellas deben corresponder a William Blake, el poeta, y a Daniel Defoe, el novelista. En la de Defoe, por cierto, figuró un apellido equivocado -"Dubowe"- durante casi dos siglos, hasta que la errata se subsanó en 1870. Lo cual demuestra que en todas partes cuecen erratas, y que, a veces, ni siquiera los ingleses se entienden entre ellos.

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