domingo, 28 de septiembre de 2014

El mundo perdido de John Constable

En el camino al Victoria & Albert Museum, donde se expone la mayor colección de John Constable nunca reunida hasta ahora, Inglaterra me saluda con sus rarezas: en el jardincito de una casa, frente a una elegante y concurrida calle de Chelsea, un joven está pintando con aerosol un elefante de metal. Pero no un elefantito cerámico u ornamental, no: un elefante que ocupa medio jardín. ¿En qué otro país del mundo alguien (sin mascarilla) pintará un elefante en uno de los barrios más distinguidos de la ciudad, a la vista de todos? En una calle algo más allá de donde el proboscídeo está siendo maquillado, hay un mercadillo de alimentación. Nos entretenemos ojeando los puestos, llenos de colores y de olores, aunque añoramos la lozanía y diversidad de los productos españoles: las calabazas, por ejemplo, parecen de juguete, y las naranjas, canicas, comparadas con las valencianas. En la inevitable charity shop de la calle encuentro otra rareza: Crocs, una curiosa novela en verso del norteamericano Tony Barlow, traducida al francés. Lo compro por dos libras: me servirá para refrescar mi francés y para enterarme de cómo funciona eso de la novela en verso. Ya en el museo, observamos, como siempre, a las multitudes desmandadas. Sin embargo, la exhibición de Constable, aunque concurrida, puede visitarse sin tener la sensación de que viajas en el metro de Tokyo. El precio quizá tenga algo que ver con ello: 14 libras por barba. En la vida de John Constable nada auguraba una exitosa carrera artística: nacido en un pueblo de Suffolk, era hijo de un molinero (quizá por eso haya tantos molinos y ríos en sus obras) y tenía un hermano subnormal. Su formación fue trabajosa y autodidacta, y él no hizo ninguna temprana demostración de genio, como otros pintores, aunque expuso con 26 años en la Real Academia de Londres. El principal hecho de su vida, aparte de sus logros artísticos, fue su relación con Maria Bicknell, un amiga de la infancia del pueblo en el que había nacido, East Bergholt. Su abuelo, el rector de la localidad, y su padre, un rico abogado, no aprobaban que su heredera se casase con un pelacañas, y aquel amenazó con desheredarla si lo hacía. Pero el amor entre ambos era poderoso y venció a la oposición de la familia, aunque se las ingeniaron para que el rudo rector Rhudde no llevara a cabo su amenaza y los privase de una cuantiosa renta. Al bienestar económico de la pareja también contribuyó que los padres de él murieran por aquellas fechas, el uno poco después del otro, y le legaran algunos bienes. John y Maria se casaron, por fin, en Saint Martin in the Fields en 1816, aunque su felicidad, tan arduamente lograda, solo duraría doce años. En 1828, tras haber alumbrado a siete hijos, Maria murió de tuberculosis, con 41 de edad. La tristeza en que su muerte sumió al pintor se refleja en sus cuadros últimos, que se vuelven melancólicos y sombríos, menos paisajísticos y más sentimentales. Constable es un paisajista cabal: no pintó otra cosa en vida. Sus cuadros son un combate permanente entre las turbulencias del cielo y el enmarañado sosiego de la tierra. Nubes, tormentas y arcoíris, o la estepa azul del cielo, como una gran extensión marina, conviven, en dinámico equilibrio, con los bosques, prados, caseríos, caballos, vacas, iglesias, puentes y ríos de la Inglaterra decimonónica. En los árboles se advierte un trabajo de orfebrería, un trazo minucioso y trascendente, que no pierde vigor por su atención al matiz, a lo casi imperceptible. Pero ese trazo se interrumpe en sus trabajos postreros, se divide en una multitud de minúsculas pinceladas para recoger más fielmente las variaciones de la luz, y en esa partición, en esas descomposición del movimiento -que no pierde, no obstante, su unidad-, se encuentra uno de los orígenes del impresionismo y, con él, de toda la pintura moderna. La atención de Constable a la espesura multifacetada del follaje se corresponde con su gusto por el detalle. Sus cuadros son siempre un acúmulo de pequeñas realidades, integradas en la majestuosa arquitectura del paisaje. En "Construcción de barcas cerca del molino de Flatford", de 1814, por ejemplo, se advierte una olla al fuego en una esquina, donde acaso se preparaba la comida del día de los trabajadores. En "La carreta de heno", uno de sus mejores y más conocidos trabajos, de 1821, asombran las arrugas de la manga de la camisa de uno de los carreteros. (Es curioso, pero un boceto de este cuadro, expuesto junto al definitivo, me parece más desgarrado, más sugerente y lleno, que este). En otros cuadros aparecen amapolas -siempre contienen alguna pincelada roja-, vacas meneando el rabo, perros en la orilla de los ríos, dos patos nadando, dos golondrinas en el aire, alguien con un sombrero de copa que asoma entre la maleza. Esta plenitud de lo viviente arrastra alguna vez a Constable a un abigarramiento que roza lo barroco: a uno le gustaría que despojara un poco más las telas, que buscara la sencillez del plano, que compusiera más esencialmente. Constable es un pintor de la naturaleza, sin duda, pero lo más interesante de su creación es lo que se aparta de lo estrictamente natural y de su reproducción figurativa: los perfiles difusos, los colores rasgados, las visiones brumosas. Como siempre, la gran aportación del artista es la que combate, siquiera sutilmente, los modelos establecidos: no hay arte sin conflicto con el arte, sin alejamiento de lo previsible. Aunque Constable se inspiró ampliamente en los clásicos -de hecho, una buena parte de su producción son imitaciones de las obras de Leonardo, Ruysdael, Lorrain, Poussin, entre otros, gracias a los cuales nunca dejó de perfeccionar su técnica; de Leonardo aprendió, por ejemplo, a pintar escenas en vidrio y trasladarlas después al lienzo-, también supo desmentir los cánones. En "La inauguración del puente de Waterloo, vista desde la escalinata de Whitehall, 18 de junio de 1817", un cuadro magnificente, de 1832, con el que pretendía conseguir algún patrocinio público, muchos críticos deploraron el predominio de un blanco desparramado, correspondiente a unas nubes poderosísimas, y la escasa precisión de las figuras humanas, diluidas en trazos casi puntillistas, que se agrupan en las manchas amplias y borrosas de la multitud. Pero esos rasgos que hoy llamaríamos deconstructivos son los que hacen atractivo el cuadro, los que todavía permiten verlo como algo más que la celebración interesada de un monumento urbano. (Constable, amén de no recibir el beneplácito de los críticos, tampoco consiguió el mecenazgo que perseguía: el interés de los gobernantes, en 1832, había pasado del puente de Waterloo al puente de Londres, recién inaugurado en 1831). "La catedral de Salisbury vista desde los prados", de 1831, que Constable consideraba su obra maestra, y que formaba parte de una serie de pinturas del espléndido templo, muy cercano a su pueblo natal, tampoco fue aclamado por la crítica, que lo juzgaba "poco naturalista". Pero, de nuevo, es ese antinaturalismo, su cielo enorme y turbulento, sus tonos claroscuros y difuminados, en los que se proyectaban su soledad y su angustia, los que conectan hoy con nuestra sensibilidad. Concluida la visita, comemos en la cafetería del museo, que bulle de gente. Conseguimos, no obstante, una mesita en una sala de paredes de cerámica, con figuras de la mitología griega: a nosotros nos ha tocado al lado de Proserpina, Safo y Andrómeda (y de una pareja de japonesas andróginas que se inflan de pasteles). Cuando salimos al bullicio de Brompton Road, desde donde Ángeles quiere llegar a una tienda de Apple en Regent's Street para beneficiarse de un descuento que le han concedido, pasan por delante de nosotros tres routemasters, los antiguos autobuses de dos pisos, que transportan a los invitados a una boda: ahora se alquilan para casorios. Más allá, atravesamos una zona de bares en las que todos los clientes están fumando narguilés, y luego, en otra donde abundan las tiendas de ropa, cometo la temeridad de decir que necesitaría comprarme una chaqueta. Dicho y hecho: Ángeles me mete de un empujón en una sartrería de rebajas (aunque no tenemos ninguna duda de que seguirá siendo muy cara) y, gracias a los oficios de un vendedor de sonrisa serpentínica, que parece disponer de una provisión inagotable de chaquetas de todos los colores, marcas y condición, y a la inestimable ayuda de un gay sudamericano, rechoncho como una peonza, que, al saber que somos españoles, nos cuenta lo bien que se lo pasó en el último Día del Orgullo Gay en Madrid, salgo del local con una estupenda americana de pana, que va a sustituir de inmediato a la catastrófica chaquetilla que vengo usando desde hace años, para oprobio de mi mujer. Llegamos por fin, tras una larga caminata, a Regent's Street, donde descubro, horrorizado, que se ha montado un festival callejero de la Liga de Fútbol Americano, con puestos dedicados a todos los equipos, actuaciones musicales, entrevistas en el escenario y toda la parafernalia con que los estadounidenses aderezan estos encuentros infames. Pero entrar en la tienda de Apple no es ninguna solución: está más llena aún que la calle, con cientos o quizá miles de personas abismados en las pantallas, tabletas, ipods, ipads, iphones, móviles, móviles inteligentes, portátiles, ordenadores y toda la interminable faramalla silícea que convierte a los seres humanos en simples apéndices digitales. Yo dejo a Ángeles que compre lo que quiera con el descuento que le hacen y procuro abstraerme con el crucigrama del periódico: me siento como un diplodocus caído en un hormiguero de alienígenas. Ah, Constable, cuánto ha cambiado el mundo desde que tú pintabas árboles y catedrales.

3 comentarios:

  1. Hola Eduardo!
    En el libro de Edmund Blunden, "Las Aldeas Inglesas", hay dos ilustraciones de Jhon Constable; una Acuarela muy bonita cuyo título es -Una aldea inglesa-(en tonos azules, verdes y rosados) y otra más conocida -Construcción de barcas junto al Molino de Flatford, Suffolk, y aunque el óleo está en blanco y negro, es precisa, una de mis preferidas. Se encuentra en el Museo Victoria y Alberto.

    Un abrazo

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  2. En efecto, "Construcción de barcas cerca del Molino de Flatford" está en el Museo Victoria & Alberto. Con todos sus colores. Y, como contaba en mi entrada, con un perol al fuego en una esquina: construir barcos da hambre.

    Un beso.

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  3. Ah, Eduardo, eso me pasa por impaciente!!

    Qué listos son los chinos!!

    Un Abrazo

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