miércoles, 3 de septiembre de 2014

Clapham Junction y la cárcel de Wandsworth

Clapham no parece un lugar muy literario. El corazón de esta zona al suroeste de Londres es la estación de tren, Clapham Junction, una de las más antiguas y, a la vez, de las de más tráfico de la ciudad (y también una de las menos afortunadas: en 1988 chocaron aquí varios trenes; murieron 35 personas y otras 100 sufrieron heridas). La estación se ha convertido en un complejísimo nudo de comunicaciones, y a su alrededor se alza un barrio popular, transitorio, crecido al calor del transporte y los viajeros, con muchos almacenes y poca entraña, con chimeneas pero sin arquitectura. Es, empero, una impresión falsa. Clapham conserva rincones, o secretos, que suscitan la admiración. De entrada, su propia historia ferroviaria alberga hechos memorables, además del accidente de 1988. A Clapham Junction llegó el preso Oscar Wilde, en 1895, desde la cercana prisión de Wandsworth, para ser trasladado a la de Reading, donde escribiría el que es, probablemente, su mejor libro, Balada de la cárcel de Reading, y, vestido con el uniforme de la cárcel, a la espera del tren en el que había de viajar, en sus andenes recibió el desprecio de la gente, y hasta el escupitajo de uno que lo reconoció como el maricón que corrompía a jóvenes aristócratas. Fue, según sus biógrafos, el peor momento de su experiencia carcelaria, que no fue parca en abominaciones. Wilde confesó en De Profundis que se pasó un año llorando cada día a la misma hora en que había sufrido aquella extraordinaria humillación. Wilde esperó su particular tren al infierno en un andén donde hoy se encuentran los andenes cinco y seis, y, siempre que paso por Clapham Junction, me fijo en ese espacio y me imagino al dandy en traje de rayas, con grilletes, el pelo sucio y el rostro hundido por la vergüenza, recibiendo los insultos del populacho. Nunca se recuperaría de aquella tragedia: murió en 1900, apenas tres años después de haber recuperado la libertad, en la indigencia y solo, en un París en el que ya no quería ser Oscar Wilde, sino Sebastian Melmoth. Ángeles y yo pasamos por delante de la estación, en Lavender Hill, y comprobamos que su antiguamente imponente estampa ha perdido hoy presencia: aparece cercada por multitud de comercios que la disimulan, que casi la absorben en una masa inextricable de anuncios, puertas y vehículos. Entro en una charity shop cercana, y encuentro un ejemplar de la edición príncipe de The English, de Jeremy Paxman, autografiada por él. No tiene dedicatoria: solo la firma, pero basta para satisfacer mis ansias mitómanas. Me apresuro a comprarlo, por diez libras, aunque ya tengo -y he leído- una edición en rústica del libro. Yo soy de la opinión de que todas las charities han de ser visitadas, al igual que todos los puestos de libros viejos, por pequeños o cutres que sean. En todos, aun en los más detestables o irrelevantes en apariencia, puede encontrarse la sorpresa, la joya, el tesoro imprevisto. Ángeles no comparte mi criterio, aunque todavía consigo que me acompañe, con alguna mascullación, en las visitas. Comemos en The Powder Keg Diplomacy, "La diplomacia del barril de pólvora", un pub posmoderno cuyo nombre sería la traducción más apropiada de la expresión española "la política del palo y la zanahoria". El lugar ha dado un giro radical a la tradicional decoración de los pubs ingleses, aunque conserva sus cervezas y su cocina. En las paredes se acumulan los motivos dedicados al imperio británico, pero manipulados con espíritu innovador: una lámpara de techo hecha de salacots; el cuadro de un oficial de la marina cuya cabeza es una cabeza metálica de impala, que sobresale de la pintura; mapas de las posesiones británicas en 1789 en todas las paredes, como si fueran el papel pintado. Comemos, ominosamente cerca de un cartel que anuncia, bajo el título de "Britannia Triumphant", la victoria de Trafalgar, un crema de champiñones y un pescado excelente, regados con una cerveza elaborada por el propio pub, que se nos antoja una de las mejores que hemos probado desde que estamos en Inglaterra, y con un blanco de Gloucester que, en cambio, nos parece flojo, por no decir malo. Tampoco aciertan con la cuenta: solo nos cobran 12 libras. Se lo indico al camarero, que me dice, con esa sonrisa con la que los ingleses disfrazan airosamente cualquier bochorno, que no tendría que habérselo dicho. Pagamos por fin la cuenta correcta, 62 libras, y seguimos con la caminata. Descubrimos que Clapham tiene otros lugares muy agradables, como Elsynge Road, donde se suceden las villas victorianas, cada una distinta de la anterior, en una de las cuales vivió, en los ochenta, el novelista Paul Theroux, o el magnífico Wandsworth Common. Justo antes de llegar, pasamos por delante de la cárcel de Wandsworth, donde Wilde estuvo recluido cuatro meses y medio antes de ser transferido a la de Reading, para que acabara de cumplir en ella su condena de dos años de trabajos forzados. Delante de la prisión hay un inmenso negocio de jardinería, y Ángeles, que quiere comprarse un bonsái, decide visitarlo. Aunque no encuentro nada más absurdo que comprar una planta, delante de una cárcel, en una tienda que se encuentra a muchos kilómetros de casa, para luego cargar con ella hasta el hogar, no me puedo negar, después de que ella haya accedido a acompañarme en la charity. Y así, mientras ella recorre, feliz, los pasillos atiborrados de prímulas, aloes, begoñas, rosas y toda suerte de criaturas vegetales, así como de prometedores sacos de estiércol, yo contemplo, sobrecogido, la fachada imponente y sombría del presidio, cuyos muros interiores siguen siendo los originales, los que vieron a Wilde, y me imagino lo que debía ser estar encerrado aquí, rodeado de malhechores, en días lluviosos, olvidado del mundo. (Curiosamente, Wilde había visitado la cárcel dos años antes en circunstancias muy distintas: había dado una conferencia, vestido con un chaleco floreal y un pañuelo asalmonado de seda. El contraste me recuerda al del exministro de Aznar, Jaume Matas, condenado por chorizo, que ha preferido la cárcel de Segovia a la de Palma de Mallorca, porque esta todavía conserva la placa que recuerda que la inauguró él, aunque seguro que no lo hizo con chaleco ni un fular color salmón). Wilde sufrió lo indecible: el trabajo que había de hacer era recoger estopa; los guardianes eran tan bárbaros como los presos; pasó hambre y sufrió disentería. Como castigo adicional, se le obligaba a asistir a misa: en una ocasión, se derrumbó en la capilla, no se sabe si por las enfermedades que lo aquejaban o por la calidad del sermón. Ángeles ha comprado, por fin, el bonsái que estaba buscando -"es un rododentro, ¡y por solo 32 libras!", me dice, plena de excitación- y nos adentramos en el parque de Wandsworth, infinitamente más luminoso que la cárcel. En los prados hay gaviotas, que picotean entre la hierba, en busca de gusanos y restos de picnic. También ingleses, algunos de los cuales han acudido en familia y organizado una suerte de fiesta dominical: los hombres llevan sombrero; las mujeres, pamelas; hay mesas y sillas para comer; y sombrillas, y tules, y perros brincando, y niños en sus cochecitos, y ropa blanca: parece una escena de Retorno a Brideshead. Hacemos un alto en la terraza de un bar del parque, mientras a nuestro lado pasan los ciclistas y los abuelos dan la merienda a los niños. El sol asoma y se esconde detrás de las nubes a cada rato, y cada una de sus apariciones nos inunda los ojos de color: el verde de la hierba, el blanco de las gaviotas, el azul del cielo, el rojo de los edificios, el amarillo del té. Seguimos el paseo, y bordeamos el lago del Common. De pronto, oímos unos gritos. A mí me suenan "¡Bastard! ¡Bastard!", pero en realidad dicen "¡Baxter! ¡Baxter!". Son una pareja joven que, desde un embarcadero de la orilla, le grita a un perro que nada para que vuelva. Pero el animal no lo hace. Por el contrario, se adentra en el estanque, con esfuerzo cada vez más visible. Parece desconcertado, y su patalear resulta agónico. Según nos cuentan otros espectadores, lleva así mucho rato. El perro, que, obviamente, no descuella por su inteligencia, desdeña la llamada de sus dueños y se emborracha en un girar que no le conduce a ninguna parte. Ante el peligro cierto de que se ahogue, el chico de la pareja no tiene más remedio que quedarse en calzoncillos y meterse en el agua. En pocos segundos llega andando hasta donde el perro chapotea, lo coge por el collar y lo saca del estanque: estamos tentados de aplaudir (y de aconsejarle que lleve al chucho a algún centro de adiestramiento para que le enseñen a obedecer órdenes), pero nos abstenemos y seguimos caminando. Salimos, finalmente, del parque y pasamos por delante de la casa en la que el escritor Thomas Hardy vivió en Londres entre 1878 y 1881, buscando, increíblemente, aires más puros que los de Dorset, donde vivía. Pero los aires no solo no fueron más puros, sino que resultaron casi letales: en 1880, Hardy sufrió una hemorragia interna que a punto estuvo de mandarlo a la tumba. Tampoco Londres le gustó: lo describió como un "monstruo cuyo cuerpo tiene cuatro millones de cabezas y ocho millones de ojos". Hoy, ese leviatán tiene once millones de cabezas y veintidós millones de ojos, sus aires son tan espesos como siempre, y Trinity Road, entonces Arundel Terrace, donde residiera el escritor, tan fea como entonces, y tan martirizada por el tráfico.

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