miércoles, 16 de julio de 2014

Mormones

Hace algunos días, en el tren en el que volvía a casa, vi a cuatro mormones. En realidad, dos más dos, porque estos fieles imprescriptibles siempre van en pareja, como si fueran la Guardia Civil del Altísimo. Parecían cansados. No hablaban: miraban absortos el paisaje o un punto indeterminado del interior del vagón. En los pechos lucían esas chapas rectangulares de plástico con los nombres grabados en letras doradas: todos se llamaban Elmer. Me sorprendió su aspecto alicaído: los americanos, en general, y los mormones, en particular, exhiben siempre una alegría que parece provenir de una confianza absoluta en su ser, en su religión y en su país. Es una alegría innata, existencial. Los ves pasear por la calle, rubicundos, rozagantes, con una sonrisa permanentemente abrochada a los labios y el pecho, envuelto en una inevitable camisa blanca, henchido como el de una gaviota encorbatada, y te preguntas si saben lo que es la tristeza. Te dan rabia, en parte: tú, sometido a las sórdidas humillaciones de lo cotidiano, y ellos, en cambio, inmunizados ante lo oscuro de los días, fortalecidos por una certidumbre sobrenatural. Estos estaban más bien chafados, como gaviotas embreadas. La historia de los mormones es muy curiosa. En realidad, se llaman la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, con prolongación prepositiva que pide más: de los Últimos Días del Mundo Occidental de la Fe en Dios del Cielo y de la Tierra de los Hombres y de los Animales que habitan el Universo de la Creación Eterna, y así hasta el infinito, y más allá. La creó un tal Joseph Smith -un nombre que podría traducirse por Pepe Pérez- en 1820, cuando tenía 14 años. El joven, confundido por la proliferación de sectas, decidió preguntarle al jefe cuál era la verdadera, y, en un bosque de Palmyra, en el estado de Nueva York, rezó y rezó, hasta que Dios Padre y su Único Hijo se le aparecieron, con un fulgor y una gloria que no admitía descripción, según el propio Pepe hizo constar en La Perla del Gran Precio, que no es el nombre de unos grandes almacenes, sino las escrituras oficiales de la confesión. Padre e Hijo (confirmando, de paso, el misterio de la Trinidad: por allí debía de revolotear también, en forma de paloma o de águila americana, el Espíritu Santo) le dieron instrucciones a Pepe: ninguno de los credos establecidos era la fiel manifestación de su palabra, y él había de reinstaurarla en el mundo, en toda su pureza, de acuerdo con la Biblia y los dictados divinos. La aparición de Palmyra se suma a una larga tradición de epifanías en las confesiones cristianas, como las de Lourdes o Fátima, aunque uno se pregunta por qué las apariciones siempre se producen en el mundo cristiano, y no en el musulmán o el hinduista: en aquel, Dios convence a los ya convencidos; debería ser, pues, en los pueblos reacios a reconocerlo donde se esforzase más. Ratificar a un pastor, un adolescente o una monja en una fe que ya comparten, no parece gran cosa; convertir a un sarraceno con turbante, barba de dos palmos y una cimitarra o un kalashnikov ya exige más dedicación, y tendría más mérito. Por lo demás, si Dios es capaz de hacerse visible e imponer su majestad en cuevas o bosques, ¿por qué no lo hace en un frente de batalla, para poner fin a la carnicería, o en el escenario de un atentado terrorista, para impedir que mueran docenas o centenares de inocentes, o en un hospital del tercer mundo, para multiplicar las vacunas como en su día multiplicó los panes y los peces? Dios es muy comodón, y se esfuerza poco. De hecho, eso ya se vio con la creación del mundo: solo seis días invirtió en ello, y menuda chapuza que nos dejó. Con Joseph Smith, no obstante, hizo horas extras, porque se le siguió apareciendo en los años siguientes, para supervisar su desempeño como restaurador de la fe. Y no solo Dios: también se sumaron a la fiesta de las apariciones San Juan Bautista y los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, que le confirieron el sacerdocio aarónico y el sacerdocio de Melquisedec, respectivamente, sean estos lo que sean. Las reuniones de trabajo entre Pepe y el jefe y su gabinete continuaron tras la constitución oficial, en 1830, de la Iglesia de Cristo, rebautizada en 1834 con el nombre con que ahora se la conoce: Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En una de estas muchas visiones, un tal Moroni -que no es el nombre de un payaso, sino otra curiosidad onomástica: moron significa en inglés "retrasado mental", "gilipollas"- le reveló a Pepe dónde podía encontrar unas planchas de oro que contenían la historia de la América antigua. En esas planchas se contaba cómo un profeta llamado Mormón -el padre de Moroni- había compendiado, en el siglo IV d. C., los relatos de los descendientes de una tribu de Israel que había emigrado a América en el siglo VI a. C., y que era el origen de las poblaciones nativas de los futuros Estados Unidos. También daba cuenta de la visita de Jesucristo al continente americano, tras su resurrección. Se conoce que todo el mundo estaba ansioso por pisar América, incluso después de muerto. Todas estas fascinantes historias se publicaron por fin el El libro del Mormón, que es el manual de instrucciones de la secta. Por desgracia, sus admirables esfuerzos en pro de la fe verdadera no le rindieron a Joseph Smith la recompensa debida, porque otros mormones lo acusaron, inverosímilmente, de ser un falso profeta, y dieron paso, así, a la inevitable escalada de sucesiones y secesiones común a todos los credos (y es que las bofetadas entre hermanos no se reparten solo para trincar el patrimonio familiar, sino también, y con más violencia todavía, para ser el heredero fetén, el único depositario de la verdad). Tras década y media de proselitismo, riñas, escisiones y espectáculo, Dios decidió, por fin, ahorrar a su devoto Joseph Smith tanto trabajo y toda aquella barahúnda diabólica, y llamarlo a su lado, cosa que hizo el 27 de junio de 1844 por el poco cristiano procedimiento de que una turba enfurecida irrumpiera en la cárcel en la que estaba detenido por sedición y lo cosiera a balazos. Pepe, pues, subió a los cielos en loor de multitud, aunque fuese un loor asesino. En todo esto pensaba yo al mirar a los mormones del tren, que hicieron todo el viaje en silencio, con la atención extraviada en el paisaje. Y en cómo un galimatías tal podía persuadir a gente supuestamente dotada de inteligencia, que en otros órdenes de la vida se comportan como ciudadanos sensatos. Cuando me bajé en Sant Cugat, ellos siguieron su camino, manchas blancas, cansadas, tras los cristales mojados por el gotear del aire acondicionado.

4 comentarios:

  1. A mí los mormones siempre me han asombrado. No tanto por sus costumbres (ahí cuáqueros, menonitas y amish se llevan la palma) como por su historia fundacional. De todos los orígenes chuscos o inverosímiles que en el abanico de las religiones se dan, y mira que los hay chuscos e inverosímiles, los de la de estos chicos de Utah son los más inverosímiles y los más chuscos. También a mí me sorprende que nadie con dos dedos de frente pueda creer a pies juntilla semejante colección de disparates. Pero ahí están: y son prósperos y buenos ciudadanos.

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  2. ¿No decía el bachiller Sansón Carrasco que el número de idiotas es infinito?

    Pues eso.

    Ay, qué paciencia hay que tener con las religiones...

    Besotes.

    Eduardo.

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    1. las religiones están para que los que presumen de despreciarlas gocen con fruición inconsciente de su soberbia estulticia metafísica. No digo yo que sea oro todo lo que reluce, pero mucho de lo que reluce sí que es oro. Habría que preguntarle al bachiller Sansón Carrasco si se estaba refiriendo a los creyentes o a los tocos y bastos empiristas, cuyo número hoy ha crecido exponencial y estupidamente. La poesía, por ejemplo, querido amigo, no es otra cosa que la antesala de la mística.

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    2. Las religiones, querido anónimo, se han creado para que los débiles de entendimiento encuentren el asidero existencial que la parvedad de su inteligencia no les proporciona. Si los antirreligiosos son "estultos metafísicos", no sé yo qué serán los que, probablemente como Ud., creen que hay un lugar lleno de llamas donde los pobres humanos expiamos eternamente los pecados y otro lleno de criaturas angélicas (¿por qué no nos hizo Dios ángeles a todos?) donde gozamos de bendiciones igualmente eternas, que los muertos resucitan, que las vírgenes dan a luz, y que los panes y los peces se multiplican ferazmente (esto, con franqueza, tendría que repetirse, a la vista del hambre que hay en el mundo que Dios ha creado). El bachiller Sansón Carrasco se refería a los ignorantes que leían libros de caballerías, fantasiosos e inveraces, es decir, a aquellos que se consolaban de la triste pero única realidad de la existencia con fábulas idiotas: como los creyentes. Y la poesía, dilecto corresponsal cuyo saber metafísico no le autoriza a publicar su nombre, tiene tanto de antesala de la mística como Ud. de interlocutor respetuoso (cuatro insultos en siete líneas no se compadece demasiado con la benevolencia cristiana de la que le supongo partícipe) y de sujeto pensante.

      Reciba un cordial saludo.

      P. D. "Estúpidamente" lleva tilde.

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