domingo, 1 de junio de 2014

Momias

Las momias son una de las principales atracciones del Museo Británico. Todos los años, los vigilantes e informadores del Museo han de responder miles de veces a esta pregunta ansiosa, formulada sobre todo por padres que lo visitan con hijos: "¿Dónde están las momias?". Este año, los responsables del Museo han dado un paso adelante, para satisfacer la curiosidad interminable del público, y han organizado una exposición sobre algunas de esas momias, después de someterlas a una batería de análisis por la imagen, que han proporcionado mucha información sobre las personas momificadas, sobre el proceso de momificación y, en general, sobre la cultura egipcia. Antes de que la tecnología permitiera algo así, lo único que podían hacer los egiptólogos, para saber qué contenían, era desenrollarlas y abrirlas, pero, al hacerlo, se dañaban tanto los restos humanos como los materiales empleados en la momificación, y se alteraba la disposición original de los objetos que las acompañaban. El perjuicio era, casi siempre, irreparable. Ahora se puede ver dentro de los envoltorios como si se practicase una radiografía, con el ventaja, además, de que no se causa cáncer al radiografiado; más aún, se puede ver como si una cámara de televisión los hubiese grabado por dentro. Pero visitar la exposición no es fácil: la delicadeza de los objetos expuestos, sometidos a rigurosos controles de luz, temperatura y humedad, no tolera las muchedumbres. Incluso a quienes somos miembros del Museo se nos pidió que reserváramos día y hora de visita, y hubo que hacerlo por teléfono. Pero la exposición es fascinante: a Jacinto Antón le habría encantado. Hay que recordar que a los antiguos egipcios, como a nadie en el mundo, no les gustaba morir: por eso inventaron, como todo el mundo, más vida, otra vida. En su cultura, para llegar a ese más allá, seguía haciendo falta el cuerpo, y comer, y una pizca de suerte: por eso preservaban el primero, garantizaban lo segundo depositando comida y bebida en la tumba, y favorecían lo tercero enterrando al difunto con amuletos e imágenes propiciatorias. La momificación era una técnica refinada -aunque también podía ser chapucera, como demuestra la propia exposición-, consistente en retirar del cuerpo, a través de una incisión, los órganos principales  -excepto el corazón, en el que se consideraba que radicaba la conciencia- y extraer con ganchos el cerebro por la nariz. Los tejidos se embalsamaban después, y se envolvían fuertemente en tela o papiro; y si, además, el muerto era de clase alta, se le depositaba en un sarcófago ricamente decorado. Pero los órganos extraídos no se tiraban: o bien, asimismo momificados, se dejaban en el interior del cuerpo, o se depositaban en urnas o jarras ad hoc, a veces de una belleza y una finura extraordinarias. En la exposición se exhiben ocho momias: la más antigua es la de un joven muerto 3.500 años antes de Cristo. Aquí, la momificación fue natural: enterrado en la arena, la sequedad y el calor evitaron que el cuerpo se corrompiera, y hoy es posible apreciarlo, en posición fetal, con piel, orejas, narices, dientes y pelo. La boca está entreabierta, como tantas bocas de muertos, y los dedos de las manos, crispados, parecen aferrarse al aire, o a la eternidad. Los pies son pequeñísimos, como los de un muñeco. También es posible apreciar los rasgos faciales y los restos corporales de la última de las momias expuestas, una mujer enterrada en el Sudán, hacia el s. VII d. C. Era cristiana, y conserva en el labio superior el tatuaje del símbolo de San Miguel. El cristianismo no gustaba de la momificación, símbolo de un paganismo milenario, y contribuyó a que desapareciera: los cuerpos solo los quería en vida, para la plegaria y la sumisión; para el más allá, con el alma bastaba. En las seis momias restantes, los cuerpos solo se ven en las imágenes que se proyectan de ellos. Algunas de esas imágenes aportan datos muy reveladores, y de una actualidad inquietante: a uno de los cuerpos, por ejemplo, se le cayó la cabeza, y hubo que fijarla con dos cuñas en la base del cuello. (Me imagino la reacción de los enterradores: "¡Ups! ¿Y qué hacemos ahora con esta cabeza?"). Por si fuera poco, al meterlo en el sarcófago, se dieron cuenta de que no cabía: era demasiado largo. Tuvieron, pues, que romper la parte de los pies de la caja, introducir el cuerpo y añadir un pegote de algo parecido al cartón para tapar los pies del fiambre. Algo así como ese submarino que ha encargado la marina española, que ha salido demasiado gordo y no flota, o como esos trenes franceses que no caben en las estaciones, pero a pequeña escala. También es muy interesante observar que, en otro cráneo, los embalsamadores se olvidaron una herramienta, y allí sigue, verde, entera, entre los restos del cerebro del muerto. No sé si consuela pensar que no solo hoy los médicos se olvidan bisturís -o teléfonos móviles- dentro de los operados. En casi todas las momias se han detectado abscesos y graves problemas dentales. Espanta pensar en la suciedad de aquellas bocas, en las que no entraba jamás un cepillo ni nada parecido al jabón, y en los dolores terribles que sufrirían casi todos por causa de los dientes podridos y las infecciones gingivales, que, traspasadas al resto del organismo por la sangre, llegaban a matar. Como dice Woody Allen, hay que imaginarse un mundo sin novocaína ni aire acondicionado. Y también con muchos piojos: los egipcios se rapaban, no solo para simbolizar su estatus social, sino para evitar la picazón de los ftirápteros. Entre las momias se encuentra la de Tamut, la hija de un sacerdote de Amón-Ra, cuyo sarcófago luce unos dibujos hermosísimos; la de Padiamenet, guardiana de la entrada del templo de Ra, en Tebas, enterrada en otro trabajado sarcófago; la de Tjayasetimu, cantante del templo de Amón, también en Tebas, de solo siete años, depositada en un sarcófago de mujer, demasiado grande para ella; y las de tres personajes del periodo romano: la mujer cristiana de la que ya he hablado; un varón momificado hacia el 30 a. C; y un niño de dos años, enterrado en Hawara, hacia el 50 d. C, en un sarcófago dorado que recuerda a las estatuas y ataúdes de los patricios romanos. La muestra acompaña la exposición de los cuerpos con objetos vinculados a las actividades de cada uno: junto a la cantante de Amón se observan, por ejemplo, unos aplaudidores de hueso y unas primitivas maracas; junto a la niña de Hawara, juguetes sorprendentemente parecidos a los actuales, como un caballito con ruedas. También hay unas sandalias infantiles, de cuero, en cuya suela consta la figura de un esclavo, para que el niño -de familia bien, obviamente- reprodujera a cada paso aquello que le permitía llevar una vida de privilegio (y sandalias, un lujo entonces). También veo, junto a varias de las momias, fragmentos del Libro de los Muertos, cuyos sortilegios ayudaban a los difuntos a superar el juicio de Osiris y a viajar por la Duat, el inframundo, hasta alcanzar el Aaru, en la otra vida. Cuando salimos de la exposición y del Museo Británico, el sol, insólitamente, brilla: Ra brilla. Y agradecemos sobremanera esa eclosión de luz tras tanta tiniebla. Agradecemos estar vivos, aunque tengamos sed, y nos duelan los pies, y se abra ante nosotros la perspectiva de un viaje, acaso no tan difícil como por la Duat, pero sí igual de subterráneo: una hora en metro para volver a casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario