viernes, 21 de marzo de 2014

Otro día en Brighton

Vuelvo a quedar con Juan Luis Calbarro en Brighton para pasar la mañana. La verdad es que es un placer tenerlo cerca: que un gran amigo, de muchos años, con el que se puede hablar de todo (y al que se le puede confesar todo), lo acompañe a uno, durante algún tiempo, en esta aventura inglesa, es una suerte y un alivio. Lo echaré mucho de menos cuando vuelva a Mallorca. Además, Juan se ha convertido en mi editor, y yo sigo con ilusión -por la cuenta que me trae, pero también por estricto interés en la difusión de la poesía- sus esfuerzos para hacer de Los Papeles de Brighton un sello reconocido. Cuando nos encontramos en la estación de tren, precisamente, lo primero que hace es darme los ejemplares de cortesía de Décimas de fiebre que me corresponden como autor. Embarcados en el coche que ha alquilado, nos dirigimos -en realidad, me dirige: siempre es él el que determina qué vamos a visitar en cada ocasión- a un pueblo minúsculo de la zona, Clayton, que alberga la hermosa iglesia anglosajona -hoy, anglicana- de San Juan el Bautista. Lo más relevante del templo son los frescos normandos que se estamparon en sus muros a principios del siglo XII, pero que no se descubrieron hasta finales del XIX, cuando, con ocasión de unos trabajos de restauración, aparecieron bajo una capa de yeso y estuco. Mientras Juan y yo contemplamos la representación del Día del Juicio Final, tema central de los frescos, un pacífico labrador (perro, no labriego), nos contempla a nosotros. Su previsible dueña está sentada, muy quieta, en la primera fila de bancos, acaso rezando, acaso admirando las imágenes. Las pinturas, de tonos rojizos, en las que destaca la mandorla central, con una figura semejante a un pantocrátor, y la imagen lateral de los cuatro jinetes del apocalipsis, nos recuerda a nuestro arte románico. No es extraño: fueron pintadas por monjes de Cluny establecidos en Sussex. Salimos de la pequeña nave por una puerta de roble, rotundamente normanda, y damos un breve paseo por el cementerio aledaño. Los cementerios de las iglesias inglesas son a menudo más atractivos que las propias iglesias. En este advertimos el típico desorden ordenado de los camposantos antiguos, el punto de abandono que los vuelve seductores, la superposición de lápidas y épocas e inscripciones. En muchas tumbas crecen los narcisos: matas de un amarillo deslumbrante dan vida a los muertos. No es por azar: los familiares de algunos difuntos siembran las sepulturas y las cultivan como jardines, a sabiendas de que el lugar es rico en abono orgánico. En una lápida leemos de alguien que fue un true gentleman; así, a palo seco: un auténtico caballero. No nos parece mal elogio fúnebre. En otra, que el allí enterrado fue sastre de las reinas de Inglaterra entre 1935 y 1970. También hay una tumba de un soldado muerto en las Malvinas, con 23 años. Nos dirigimos luego a unos molinos que Juan hace tiempo que quiere visitar. En el camino, para entretener el hambre, Juan me regala unas golosinas que ha comprado pensando especialmente en mí: son unos palitos de chocolate con tropezones de almendra, coreanos, que se llaman peperos. Los devoro con especial saña. Pronto divisamos los molinos. Esta zona es muy ventosa, y eso justifica su presencia. Se encuentran en la cima de una colina, y su perfil anguloso (no redondeado, como el de los molinos españoles) se distingue a mucha distancia. Son Jack y Jill, aunque el importante es Jill, que es hembra. Los molinos, como los barcos, son de género femenino en inglés. Jack es su gnómico acompañante, y la pareja que forman recuerda a las de muchas especies de insectos, en las que el macho es apenas un apéndice -y, en algunos casos, hasta la cena- de una hembra poderosa. Ambos son muy blancos, y siguen funcionando: todavía muelen el cereal con piedras. Desde el lugar en que se encuentran, se divisa una perspectiva espléndida. El paisaje de esta zona de Sussex es suavemente ondulado, con eminencias muy erosionadas, pero infaliblemente cubiertas por un tapete esmeralda, en el que pastan caballos y vacas, y que recorren infatigables excursionistas: pasear por el campo es uno de los pasatiempos favoritos de los ingleses. El día es amable -apenas hay nubes-, pero las ráfagas de viento son crueles. Hacer pis en estas circunstancias no carece de riesgos -el mayor de los cuales, aparte del repentino enfriamiento de la zona involucrada y de que algún vecino, celoso de la salubridad comunal, nos recrimine la incívica micción-, es que el chorro desatienda la orientación que uno le da, por férreamente que lo haga, y se dirija, al albur del viento, al lugar más inapropiado, como la cara de uno-, pero he de arrostrar el peligro. Y nunca mejor dicho. Salvo, inmaculado, la dificultad y vuelvo con Juan, que me espera en el coche. Visitamos a continuación el museo de artes y oficios de Ditchling, que se nos quedó pendiente la última vez que pasamos por aquí, y que ahora nos revela una elegante e interesantísima colección de tipografías, grabados, impresiones y hasta tapices (algunos de los sayos que vestía Charlton Heston en Ben Hur se tejieron aquí) del grupo de artistas que se congregaron en esta zona en la primera mitad del siglo pasado, encabezados por Eric Gill, y que desarrollaron una extraordinaria labor escultórica y gráfica. Nos llama la atención la crítica social presente en muchas de sus obras y, al mismo tiempo, la importancia que tienen los motivos religiosos en la colección: muchos de estos artistas se convirtieron al catolicismo y se aplicaron a la representación de sus misterios, lo cual no impidió que llevaran una vida sexual que, como en el caso de Gill, rozaba, si no incurría abiertamente en lo delictivo. Es la reputada hipocresía inglesa, aliada con la no menos descomunal hipocresía cristiana, cuya resultado es una hipocresía máxima. Acabado el recorrido, solo nos queda comer, el momento central del encuentro. Buscamos, en el propio pueblo de Ditchling, el restaurante atendido por unas encantadoras viejecitas en el que almorzamos la última vez, pero está cerrado por obras. Quizá con ellas quieran expulsar a los fantasmas que, según nos aseguraron las octogenarias, todavía merodean por sus salones. Hemos de buscar un restaurante alternativo, y lo encontramos en The White Horse, al otro lado de la calle, entre cuyos atractivos no es el menor la camarera rubia y delicadísima que nos atiende con solicitud cuáquera. Yo acompaño la hamburguesa y la sopa del día que me tomo con dos pintas de lager -un exceso: casi un litro de cerveza-, pero el sol que entra por la ventana, con urgencia sutil, y el calor de la sala, alimentado por una chimenea discreta, parecen exigirlo. Hablamos de la editorial, de literatura, de las familias, de Inglaterra, Cataluña y España, de política y amores: discrepamos y convenimos; y vivimos todo eso que hace que dos amigos sean amigos.

2 comentarios:

  1. Me llama la atención mi amigo Nacho sobre una "de esas erratas que se vuelven poema": "la hermosa inglesa anglosajona". A mí se me había pasado.

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    1. Pues sí, era una errata divertida (y quizá hasta un poema, como decía tu amigo Nacho), pero ya la he corregido. Se me cuelan, inevitablemente, pero, cuando las detecto, soy implacable.

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