domingo, 16 de febrero de 2014

Un sábado en Regent's Park

Cuando salimos del metro en Warren Street, llueve con fuerza, pero, al cabo de unos minutos, el sol luce con la misma intensidad con la que, hasta ese mismo momento, ha caído el agua. El primer lugar en el que reparamos, al acercarnos a Regent's Park, es la iglesia de la Santísima Trinidad, no particularmente airosa, pero con la singularidad de haber alojado a la mítica editorial Penguin en sus primeros meses de vida: en concreto, 18 en 1936. El almacén de la editorial estaba en la cripta, desde la cual se distribuyeron por el país -y por todo el mundo- más de diez millones de ejemplares, un trabajo ruidoso que los editores batallaban por que no interfiriera en las misas que se celebraban en la nave. De otro modo, los feligreses habrían podido creer que el infierno protestaba, comprensiblemente, por su actividad eucarística. Delante de la iglesia hay un busto de John F. Kennedy -un presidente al que nunca he sabido qué méritos atribuirle, salvo haber gestionado con entereza la crisis de los misiles, haberse acostado con Marilyn Monroe y haber sido asesinado mientras iba en un descapotable con otra mujer de bandera, Jacqueline Kennedy- y detrás, un hotel Meliá, con una rotunda bandera española a la entrada, casi tan amazacotado como el propio templo. Muy cerca está ya Saint Andrew's Gate, que da entrada al parque. En unas pistas cercanas, el editor André Deutsch jugaba al tenis con su amigo y compatriota Georges Mikes, que describió con perspicacia el carácter inglés en Cómo ser un extraterrestre: "La gente del continente tiene vida sexual; los ingleses tienen bolsas de agua caliente". Nos adentramos en el parque por un sendero rodeado de arriates con flores. Nos admiran los espacios amplísimos de Regent's Park: grandes praderas en cuyo verde exuberante se derrama el sol. Las ramas de los árboles que las salpican, y de los que flanquean el sendero, están desnudas, pero muchas ya tienen capullos, y, en algunas, las flores empiezan a asomar. Algunos de esos árboles parecen dragos. El césped ha crecido tanto, por las muchas lluvias de este invierno, que ondula con el viento: es un mar de espuma verde, rizada por ráfagas heladas, pero que, no obstante, no expulsan al paseante, sino que lo abrazan con un escalofrío acogedor. Compramos un capuccino en un cafetín que parece una miniatura tudor, y seguimos caminando. Dejamos a la derecha el zoo de Londres, aunque nos llegan sus ecos selváticos. Alcanzamos a ver también algunos animales: dos camellos bactrianos demuestran muy poco interés por los curiosos que se les acercan: se limitan a rumiar. Salimos del parque por Monkeys' Gate, la puerta de los monos, llamada así por razones obvias, aunque lo más parecido a un simio que distinguimos en las cercanías es un vigorista que hace flexiones. Lo que sí vemos es el gigantesco aviario junto al canal que rodea al parque, y que constituye uno de los paseos más agradables de la ciudad: el canal, digo, no el aviario. Este es una enorme red que forma varios pináculos, como un montón de tiendas de campaña apiñadas. Dentro, los pájaros revolotean como insectos en un tarro. Nada más salir de Regent's Park, empezamos a subir Primrose Hill, una colina baja -de apenas 78 metros de altura-, pero desde cuya cima hay una vista fabulosa de la ciudad, que ahora esplende bajo un sol no interrumpido por nubes. Al pie de la colina, advertimos un árbol arrancado de cuajo por los vendavales de estos días: sus raíces todavía están frescas. La cima bulle de gente; algunos utilizan prismáticos para observar los detalles de la ciudad. Yo me fijo más bien en la inscripción que preside el mirador: I have conversed with the spiritual sun. I saw him in Primrose Hill ("He conversado con el sol espiritual. Lo he visto en Primrose Hill"), de William Blake. No es ningún verso suyo, sino una afirmación que recoge Henry Crabb Robinson en sus Diarios, recuerdos y correspondencia. Y no me extraña: Blake hablaba con los entes sobrenaturales. A menudo, cuando alguien iba a visitarlo, su mujer respondía: "Lo siento, el Sr. Blake no puede recibirlo: está hablando con los ángeles". Bajamos de la colina hasta un tramo de Regent's Park Road en el que se concentran lugares de mucho pasado literario, aunque lo primero que distinguimos tiene, más bien, carácter histórico: la casa en la que vivió Federico Engels, el filósofo marxista, con el que el autor de El capital formó un dúo imbatible. Pero aquí también está donde vivió el poeta norteamericano W. S. Merwin; The Queens, el pub al que solía venir Kingsley Amis; y el restaurante Odette, del que es cliente el hijo de Kingsley, Martin Amis, con quien tan bien se llevaba. La lista de personajes famosos que han vivido, o que siguen haciéndolo en este barrio, es enorme: algunos son admirables, como John Cleese y Rachel Weisz; otros, lamentables, y es triste que el más lamentable de todos sea español: Enrique Iglesias. Aunque, probablemente, los dos residentes de Primrose que más puedan interesar a un letraherido sean Sylvia Plath y su marido Ted Hugues. Ambos vivieron en varios lugares de la zona, como Saint George Terrace y Chalcot Square. Es esta una plaza cuadrada, recoleta, compuesta por casas cuyas fachadas están pintadas de colores distintos, pasteles en su mayoría: salmón, rosa, amarillo, azul celeste, verde claro. En su centro abriga un jardín privado. La sensación de viveza y, a la vez, de paz que transmite este lugar casi sobrecoge. El cromatismo de los edificios se repite también a lo largo de Regent's Park Road y de muchos otros rincones del barrio. Pero Hughes y Plath no pasaron mucho tiempo en Chalcot Square: solo un par de años. Cuando su matrimonio se deshizo, Sylvia, con el corazón igualmente deshecho, se trasladó a una calle cercana, al número 23 de Fitzroy Road, donde había vivido también, hasta los nueve años de edad, W. B. Yeats, algo que encantaba a su nueva moradora. Hoy, la placa azul junto al portal sigue recordando que allí vivió Yeats, pero ninguna dice nada de Plath. Más aún: ese portal no tiene número. A los lados se encuentran el 21 y el 25, pero del 23 no hay rastro alguno. Nos sorprende esta superstición macabra, si es que lo es. Allí se suicidó la poeta, en efecto, luego de una vida de sufrimiento, según dicen, con Ted Hugues, un adúltero contumaz. Muchas feministas han responsabilizado al autor de El Cuervo de la muerte de su ex esposa, hasta casi abogar por su asesinato. Será este un asunto de constante elucubración y, seguramente, de imposible esclarecimiento. Parece evidente que Ted no estimulaba las ganas de vivir entre sus parejas (su siguiente mujer, Assia Wevill, por la que había dejado a Plath, también se quitó la vida, y no solo eso: asesinó a la hija de ambos, Shura), pero es igualmente cierto que Plath ya había intentado suicidarse antes de conocerlo y que su historial psicológico, plagado de depresiones, no era tranquilizador. El 11 de febrero de 1963, Sylvia les subió el desayuno a sus dos hijos pequeños -de tres años y once meses de edad-, abrió la ventana de su dormitorio, puso cinta aislante y toallas debajo de la puerta de su dormitorio, y se encerró en la cocina. Allí repitió la operación del sellado de la puerta, dobló cuidadosamente un paño, lo colocó en el horno, apoyó la cabeza en el paño y abrió la espita del gas. En la única nota que dejó, pedía que se llamara a su médico, el doctor Horder. Nada más. Tenía 41 años. Contemplamos un rato la puerta de la casa por la que acaso entrara ese doctor Horder y saliera el cadáver de la poeta. Se me hace extraño pensar que los objetos puedan haber sido testigos de acontecimientos tan perturbadores, y que sigan ahí, impertérritos, inertes: solo objetos. Algo más abajo, en la misma Fitzroy Road, se abre un pasadizo que conduce a un pequeño patio rodeado de estudios, los Primrose Hill Studios. Se conoce que ha sido, y sigue siendo, un rincón privilegiado del barrio, porque allí ha vivido tanta gente ilustre que hasta han colgado una placa para recordarlo: en una larga lista de nombres, reconozco el de la actriz Martita Hunt y el del soldado y escritor Patrick Leigh Fermor. Comemos en un pub cercano, The princess of Wales, delante del cual hay aparcado un Nissan Figaro, uno de esos coches antiguos por los que los ingleses sienten adoración, y que me recuerda mucho al de la familia Cebolleta. En el pub, nos atiende una camarera rubia que, si no fuera camarera, podría ganarse la vida perfectamente como ama de cría. No hay mucha gente, y un sol delicioso entra por las ventanas. Me tomo una cerveza belga. Pienso con melancolía, pero extrañamente vivificado, que por aquella esquina habría pasado muchas veces Sylvia Plath y Ted Hughes, y doy un trago a la cerveza a su salud.

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