jueves, 13 de febrero de 2014

Trafalgar

Trafalgar es una palabra omnipresente en el Reino Unido: nombra bares, pubs, calles, plazas y establecimientos de todo tipo. El lugar más famoso, de todos los bautizados así, es la plaza de Trafalgar en Londres, donde se concentran algunas de las enseñas de la nación, como la National Gallery, y se alza la columna dedicada a Horatio Nelson, erigida entre 1840 y 1843, de 46 metros de altura. La verdad es que el monumento siempre me ha parecido desproporcionado: a tanta altura, la estatua del almirante, que mide unos respetables cinco metros y medio, parece un juguete de Lego. Analizado el caso, parece lógica esta ubicuidad: la batalla de Trafalgar no solo frustró la cacareada invasión napoleónica del país, sino que consolidó el poder marítimo inglés -y, por lo tanto, su supremacía comercial- en el s. XIX. Además, supuso un arrebato de orgullo patriótico pocas veces superado, y que todavía perdura. Entre los españoles, en cambio, y por razones igualmente comprensibles, la batalla no es tan conocida (el otro día, al entrar en un restaurante llamado, como tantos, Trafalgar, cuyo vestíbulo preside un busto de Nelson, una amiga que nos acompañaba exclamó: "¡Mira! El señor Trafalgar..."), aunque tienen los mismos motivos para sentirse orgullosos que los ingleses: el comportamiento de nuestros antepasados, pese a salir derrotados, fue ejemplar. No obstante, para los ingleses, Trafalgar es, sobre todo, una victoria contra los franceses, por los que han incubado una tirria de siglos (desde Guillermo el Conquistador, en concreto). A los españoles nos corresponde la derrota de la Armada Invencible, aunque no fuera, en rigor, una victoria suya, sino de las devastadoras tormentas del Canal de la Mancha. Pero este asunto queda mucho más lejos y, además, les encanta Benidorm. Trafalgar es un cabo de Cádiz, cerca de Gibraltar. Allí, el 21 de octubre de 1805, se encontraron las flotas inglesa, al mando de Nelson, y la franco-española, comandada por Pierre-Charles-Jean-Baptiste-Silvestre de Villeneuve, la largura de cuyo nombre es inversamente proporcional a la cortedad de sus aptitudes militares. El bueno de Villeneuve ya se había cubierto de gloria en la campaña de Egipto, poniendo pies en polvorosa (o más bien en aguarosa) en la batalla del Nilo sin combatir, lo que no le evitó ser capturado por los ingleses en Malta, aunque lo liberaron poco después. Pese a estos preocupantes antecedentes, Napoleón le dio el mando de la flota francesa, porque el emperador creía mucho en la suerte y estaba convencido, por razones que se nos escapan, de que Villeneuve la tenía. Esa convicción se reveló trágicamente errónea en Trafalgar. Villeneuve estaba al mando de una fuerza de 33 barcos -18 franceses y 15 españoles- fondeada en la bahía de Cádiz. Nelson había recibido órdenes de dar batalla al enemigo allí donde lo encontrase, y así lo hizo el inglés, que bloqueó la salida al mar de la flota franco-española. Los jefes de los barcos españoles -grandes marinos todos, y algunas de las mejores mentes de la nación, como Cosme Damián Churruca o Dionisio Alcalá Galiano, a cuyo frente se encontraba el capitán general de la Armada, Federico Gravina-, buenos conocedores de aquellas aguas, y sabedores de la superioridad técnica y estratégica de Nelson, desaconsejaban presentar batalla en aquellas condiciones y proponían dejar pasar el invierno, con la esperanza de que las tormentas y el frío castigasen a los sitiadores y equilibrasen un posible encuentro. Pero Villeneuve sabía que Napoleón estaba descontento con su actuación y que había designado ya a otro almirante de la flota. Antes de que este pudiera llegar a Cádiz y sustituirlo, arrastrado por la dignidad herida, decidió hacerse a la mar y desafiar a Nelson. Pero obró con la torpeza que lo caracterizaba: situó sus barcos a sotavento, lo que daba el control de la batalla al enemigo; mantuvo una línea de combate sin regularidad, desmañada, con grandes huecos entre navíos, lo que reducía el impacto de su artillería; y, lo que es peor, en cuanto divisó a los ingleses, ordenó virar y poner rumbo a Cádiz, lo que supuso un desorden adicional entre sus barcos, que maniobraban con mucha lentitud. Antes de que se disparase el primer cañonazo, Churruca, que leía las órdenes de Villeneuve con el catalejo, dijo: "El comandante no sabe lo que hace. La flota está perdida". Villeneuve, sencillamente, estaba huyendo. Hay que precisar que, si bien la flota franco-española superaba a la inglesa en número de barcos (33 frente a 27), los navíos ingleses eran superiores técnicamente -maniobraban mejor y, sobre todo, tenían una mayor capacidad de fuego- y la marinería inglesa era profesional, mientras que la española se componía, sustancialmente, de "ancianos, achacosos, enfermos e inútiles para la mar", en la descarnada opinión del general Mazarredo, reclutados de urgencia para sustituir a las tripulaciones diezmadas por una reciente epidemia de fiebre amarilla. Avistado el enemigo y preparado el zafarrancho, Nelson comunicó a su flota el célebre mensaje: England expects that every man will do his duty ("Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber") y se lanzó resueltamente a la refriega: Nelson no era partidario de sutilezas tácticas, sino de ir al bulto. Pero lo hacía con inteligencia: dispuso a sus buques en doble columna -una, comandada por él, y otra, por su segundo, el almirante Cuthbert Collingwood- y penetró perpendicularmente en la línea franco-española, aunque de línea a esta ya le quedaba poco. Esta estrategia presentaba el peligro de que sometía a los propios barcos al fuego de los barcos enemigos, sin posibilidad de respuesta, hasta que los alcanzaban, pero la ventaja de que, una vez alcanzados, los barría por proa y por popa, los puntos más expuestos de toda nave, lo que resultaba devastador para el ofendido. Además, desabarataba la formación contraria, ya muy perjudicada por las ineptas decisiones de Villeneuve, y facilitaba que varios barcos propios rodearan a cada uno de los adversarios. Para colmo de despropósitos, la escuadra de vanguardia, al mando del francés Pierre-Étienne-René-Marie Dumanoir -otro noble de nombre largo y facultades cortas-, quedó aislada del combate, pero, en lugar de atender a las órdenes, angustiosamente repetidas, de que "si un capitán no está en el fuego, diríjase al fuego", Dumanoir prefirió tomar las de Villadiego con cuatro de los seis barcos a sus órdenes (más tarde, el muy cuco diría que no había visto las señales a causa de la humareda: como si hubiera que decirle a un soldado que tiene que dirigirse al fuego para que, en una batalla, se dirija al fuego). El combate fue enconado, pero no duró mucho. Tras un par de horas de intenso cañoneo (y de que las carronadas, cañones de corto alcance situados en las cubiertas inglesas, pero no, incomprensiblemente, en las franco-españolas, batieran los puentes enemigos), nueve de los dieciocho barcos franceses, y diez de los quince españoles, habían sido hundidos o capturados. La desproporción en perjuicio de los españoles se explica, no solo por la huida de Dumanoir, sino porque se batieron con más fiereza que los franceses. Los cronistas de la batalla precisan que sostuvieron el fuego con admirable entereza hasta el último instante. El San Juan Nepomuceno, por ejemplo, buque insignia de la agrupación española, solo se rindió al inglés Dreadnought después de que dos barcos ingleses de tres puentes lo martirizaran durante varias horas, y de que Churruca y casi 300 de sus hombres hubieran muerto o estuviesen heridos. En muchos casos, las tripulaciones, o lo que quedaba de ellas, seguían luchando porque ya no había oficiales que les ordenaran que dejasen de hacerlo, y los ingleses no encontraban quien les rindiese el barco. Cuando el fuego cesó, estos contaron 1.700 muertos y heridos -entre ellos, Nelson, que fue abatido por un tirador del Redoutable-, y los franceses y españoles, casi 6.000 bajas y 7.000 prisioneros. Villeneuve sobrevivió al combate, pero fue capturado y trasladado a Inglaterra. No obstante, se le liberó bajo palabra y volvió a Francia en 1806, pero en Rennes, desde donde intentaba que Napoleón le diese audiencia para justificar su actuación, se le encontró muerto, con seis puñaladas en el pecho, en la habitación de un hotel miserable. Oficialmente, fue un suicidio, pero hay que concluir que fue uno de los más tenaces de los que se tiene noticia, porque ha de ser uno muy obstinado para seguir apuñalándose en el pecho hasta asestarse la cuchillada definitiva, y ya sabemos que Villeneuve no era un modelo ni de valor ni de perseverancia. Lo que es más probable que sucediera es que un comité de bienvenida napoleónico le agradeciese de ese modo los servicios prestados. La batalla de Trafalgar significó un punto de inflexión en las relaciones de poder entre los antiguos imperios europeos. Hoy ha de ser, me parece, tanto un modelo histórico de valentía (con la excepción de Dumanoir), como un ejemplo de lo que hay que evitar en la política internacional y en las relaciones entre naciones amigas.

P.D.- Dos libros excelentes sobre la batalla: el clásico Trafalgar, de don Benito Pérez Galdós, que inaugura los Episodios nacionales; y Cabo Trafalgar, de Arturo Pérez Reverte, una divertidísima y, a ratos, muy emocionante recreación de la batalla. Recomiendo también, del creador de Alatriste, La sombra del águila, un descacharrante relato inspirado asimismo en las guerras napoleónicas. Desde luego, la experiencia como corresponsal de guerra de Pérez-Reverte no lo ha convencido de la sordidez y la inhumanidad de las guerras: en sus libros parece disfrutar de ellas como un cosaco. 

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