domingo, 9 de febrero de 2014

Greenwich

Lo primero que hay que saber de Greenwich es que se pronuncia grinich, sin la uve doble. Y que el nombre, anglosajón, significa "pueblo verde": los anglosajones eran precisos, pero escasamente imaginativos. Cuando uno desembarca allí, esa es la primera impresión que recibe, a pesar de las masas grises de los edificios: que todo es verde. Ayer llegamos tras una parsimoniosa travesía desde el embarcadero de Westminster. El recorrido era amenizado por los comentarios de un guía, que, al acabar la actuación, pasaba el cubo para recoger propinas. Es correcto: no el sombrero, sino el cubo. Y hacía bien, porque el tintineo de las monedas en el metal estimulaba la generosidad de los viajeros; si hubiera sido un gorro, silencioso, nadie habría dado un céntimo. El trayecto permitía admirar el enorme crecimiento que ha experimentado la ciudad en ambas riberas del río. Al norte, los grandes edificios se suceden, como cubos de un rompecabezas gigantesco. Más cerca del centro, aún se divisa alguna construcción antigua encajonada entre las nuevas urbanizaciones, pero, según nos acercamos al mar, la arquitectura victoriana, con su austeridad y sus ladrillos, desaparece, y solo queda una hipnótica concatenación de cristales negros, aluminios refulgentes y dimensiones asombrosas. Algo parecido a lo que nosotros sentimos debían de sentir los campesinos romanos cuando llegaban a Roma, si es que tenían ocasión de hacerlo alguna vez a lo largo de sus vidas: un cúmulo deslumbrante de monumentos y viviendas, que les hacía dolorosamente conscientes de la pequeñez de sus existencias (y gravemente admirativos de la grandeza del imperio). Greenwich fue, durante mucho tiempo, un municipio independiente, pero hace décadas que lo engulló un Londres que no deja de crecer. (Aunque el ejemplo más sobrecogedor de absorción urbana que conozco es el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México: está completamente rodeado de casas, y, cuando el avión se aproxima a la pista de aterrizaje, uno tiene la sensación de, si sacara la mano por la ventanilla, podría coger la ropa colgada en las azoteas). Junto al muelle, se encuentran los grandes edificios de la historia de la marina y la navegación británicas: el Royal Naval College, el Museo Marítimo Nacional y la Universidad de Greenwich. Forman un espléndido conjunto de dependencias neoclásicas, con frisos y columnas, separadas por grandes extensiones de césped, milimétricamente recortado, y en las que se inmiscuyen detalles contemporáneos, como esculturas abstractas y un carguero moderno metido en una enorme botella. Uno pasea por entre esos nobles caserones y se siente vizconde. Entramos en el Painted Hall, construido a principios del s. XVIII por el archiarquitecto Christopher Wren y su colega Nicholas Hawksmoor, y con la fantástica decoración interior de James Thornhill. Era, al principio, un comedor para los enfermos del Hospital de la Marina, aunque pronto se restringió a cenas formales, y hoy es solo una atracción turística, de entrada gratuita, por cierto. Cuando lo visitamos, la guía que lo explica es una actriz, ataviada al modo de la época. No es la primera vez que nos encontramos con una transformación así: a los ingleses les encanta actuar, y ver actuar. La señora que lo hace tiene una voz aguda y un inglés ortodoxo; y mucho cuajo, porque ha de mantener el tipo rodeada de niños ruidosos, guiris que pasan a su lado para admirar la mesa presidencial, y los cuchicheos de la gente. Al Painted Hall hace honor su nombre: está completamente pintado. La exuberancia de figuras mitológicas y alegorías del poder naval británico resulta opresiva, casi asfixiante, pero no se puede negar que el trabajo es espléndido. Aunque a Thornhill se le pagó muy poco por su labor (apenas tres libras por metro cuadrado de techo, y una por metro cuadrado de pared), se le nombró caballero por ello. Luego de visitar el lugar, decidimos comer. Lo hacemos en la Trafalgar Tavern, uno de los restaurantes de más encanto -y también más caros- de Greenwich. En el siglo XIX, este establecimiento era muy popular, y conocido, sobre todo, por sus chanquetes, que la gente devoraba. Pero no a todo el mundo le gustaba. Thackeray, por ejemplo, despreciaba el "batiburrillo de pescados" que se allí servía. A Dickens, en cambio, le encantaban la comida y las vistas del río, que en su novela Nuestro común amigo califica de magníficas. Hoy siguen siendo estupendas: un amplísimo ventanal permite admirar la Cúpula del Milenio, con sus agujas de más de cien metros de longitud, que siempre me ha parecido fea, pero que tiene la fascinación de lo anómalo, y el lento fluir del Támesis, sobre el que se cierne, a cada rato, un tiempo distinto: luce el sol, se nubla, cae la niebla, vuelve a salir el sol, llueve, despeja, sopla el viento, llueve, sale el sol. Es como una película climatológica que se desarrolla mientras comes, no palomitas, sino una sopa de puerros y patata, una espléndiga hamburguesa Trafalgar y, de postre, un decepcionante Eton mess, que nos ha recomendado Silvia, hecho de nata, merengue y frutas del bosque, pero que nos resulta empalagoso: ninguno de los tres se lo acaba. (No hemos optado por la Spanish charcuterie que se ofrece en la carta, quizá porque el serrano ham que se anuncia es de "Aratagon", lo que parece más bien un personaje de El señor de los anillos que una región española). A nuestro lado, una mesa de japoneses devora platos implacablemente, aunque ninguno sonríe, y, desde todos los rincones, nos miran innumerables imágenes de barcos, de mares, de marinos y, en un lugar principal, de Horacio Nelson, el vencedor de Trafalgar y héroe inigualado de la historia naval británica. Para bajar el ágape, recorremos después el parque de Greenwich, el más antiguo de Londres, donde se encuentra el famoso observatorio homónimo, fundado en 1675, con el fin de favorecer la ciencia astronómica, esencial para el desarrollo y la seguridad de la navegación. Las vistas del pueblo de Greenwich y de los meandros del Támesis son, de nuevo, excelentes. También se divisan ahora los obeliscos contemporáneos de la City. No llegamos hasta el extremo sur del parque, donde Nathaniel Hawthorne tuvo una casa, pero disfrutamos de las pendientes suaves y los espacios abiertos donde compiten los cuervos y las gaviotas. Las dos especies son, aquí, enormes, y de colores paradigmáticos. Hay pocas cosas más negras que un cuervo inglés, y pocas cosas más blancas que una gaviota. Las ardillas, como en todas partes del país, brincan entre árboles y atraen la atención de los perros. Pronto oscurecerá, y regresamos al embarcadero, cerca del cual se encuentra la estación del overground que hemos de coger para volver a casa. En el pueblo, visitamos el mercado, donde se vende toda la artesanía imaginable y se apiñan los tenderetes de comida, entre los que hay uno de tapas españolas, no demasiado apetecibles, por otra parte. Ángeles y yo nos quedamos con una cuadrito de animales muy simpático, cuya autora y vendedora, al saber que somos españoles, nos descubre que la situación en España está muy difícil. Asentimos, pagamos y nos vamos. Pasamos junto a la casa en la que vivió el poeta laureado Cecil Day Lewis (padre del actor Daniel Day Lewis, el último mohicano) y le echamos un vistazo al Cutty Sark, el majestuoso clíper, construido en 1867, destruido por el fuego en 2007 y vuelto a construir en 2012, del que se ha hecho un museo. Aun sin entrar en las instalaciones, que ya están cerradas, las paredes de cristal permiten distinguir una quilla descomunal, profundísima, que daba al barco un ángulo de penetración en el agua -y, por lo tanto, una velocidad- excepcional. Luego enfilamos el Túnel Peatonal de Greenwich, que cruza el Támesis por debajo del lecho del río, y cuyo mantenimiento parece manifiestamente mejorable: los cables eléctricos penden inquietantemente de las paredes y los techos, y la suciedad es general. El túnel, además, no es apto para claustrofóbicos: una larga y estrecha recta, con pequeñas subidas y bajadas que impiden ver el final, y un revestimiento cerámico muy ajado que recuerda al de un hospital antiguo, probablemente psiquiátrico. Aunque en el suelo consta escrito No cycling, los ciclistas, siempre respetuosos con las normas, pasan a nuestro lado pedaleando alegremente. Hemos dejado Greenwich con la sensación de que queda mucho por descubrir. En realidad, eso pasa siempre en Inglaterra, y supongo que en todas partes: todo está siempre por descubrir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario