jueves, 2 de enero de 2014

Sant Cugat del Vallès

Salgo a pasear por Sant Cugat, como hacía con Ángeles, casi cada tarde, cuando estaba aquí. Lo primero que siento, al pisar la calle, es un vacío a mi lado, un hueco en el aire, pero el azar me rescata de ese sentimiento de amputación: me cruzo enseguida con alguien conocido, con el que me paro a charlar. Xavi es mozo de escuadra, y no solo eso, que ya es bastante para asustar, sino mozo destinado a la escolta personal del presidente Mas. Curiosamente, no es un robocop descerebrado, como la mayoría de gorilas de alta gama, sino un tipo amabilísimo, con inquietudes, que se marcha periódicamente, con permisos sin sueldo, a lugares como Australia o Hawai, a hacer surf, a practicar idiomas y a vivir nuevas experiencias. También es monitor de spinning en el gimnasio del barrio: ahí lo conocí yo. Le pregunto si no es más fácil que viva emociones fuertes en el desempeño diario de su trabajo, ahora que la ultraderecha nacional aboga abiertamente por actuar contra Mas, o incluso por enviar a la Guardia Civil a Cataluña, que yéndose a los antípodas, por grandes que sean las olas que cabalgue allí, pero me responde que no. Este mes, por ejemplo, ha acompañado al molt honorable a la Cerdanya y se ha pasado cinco días esquiando: si el president esquía, él esquía detrás. Tras este esfuerzo descomunal, ha tenido casi quince días de descanso. Mientras hablamos, ondean a nuestro alrededor docenas de banderas independentistas, colgadas de los balcones. Sant Cugat es una población sociológicamente catalanista y conservadora. Aquí gobierna Convergència desde tiempo inmemorial, aliada con quien le convenga: antes con el PP, ahora con ERC. De hecho, tras la derrota electoral que dio paso al primer Tripartito, Sant Cugat fue el municipio más importante que quedó en manos de los convergentes en toda la comunidad. Cuando CIU no había descubierto la tierra de promisión del independentismo, en las calles predominaban las señeras, pero ahora, con el terremoto secesionista, a aquellas cuatribarradas tranquilas, burguesonas, de toda la vida, les ha crecido una estrella: mandan las esteladas. En la calle Santa María, donde el Partido Popular tiene su sede local, el vecino del piso de arriba ha colgado una justo encima de la española que ondean los populares. La gente llega a las manos simbólicamente. Yo espero, por el bien de mis hijos, que no llegue a las manos físicamente. Sigo caminando por la calle Santa María hasta la plaza del Monasterio. Junto con las banderas, veo belenes en muchas casas. Hay aquí esta tradición: montar nacimientos navideños en las ventanas o plantas bajas de las viviendas. Lo que más me sorprende de la costumbre es que el lugar donde se colocan ya no parece formar parte de ninguna habitación, sino estar ahí solo con ese fin: albergar el nacimiento. Los vecinos clausuran el espacio en el que los montan, lo separan del resto de la casa, y la representación parece un teatrillo completo, un cosmos cerrado. Algunos son enormes, y no escatiman detalles: musgo, corcho, molinos de viento, arroyos cristalinos, reyes magos, muchas ovejas y hasta campesinos que aran los campos, aunque diciembre no sea mes para labrar (ni para que las ovejas anden por ahí, a la intemperie), pero la creatividad de los vecinos y el espíritu del nacimiento disculpan estos anacronismos. Tengo curiosidad por saber si algún escaparatista ha colgado una bandera independentista en el portal de Belén, pero no: en el portal solo están los de siempre, aunque en un pesebre me parece reconocer los rasgos de Mariano Rajoy en el caganer; lógicamente, no lleva barretina. Poco antes de llegar al monasterio, me cruzo con el mendigo de Sant Cugat. Solo es uno -a veces aparecen pedigüeños momentáneos en las calles de la ciudad, que hacen sus razzias desde Barcelona, pero carecen de pedigrí y nadie repara en ellos- y todo el mundo lo conoce. Lleva muchos años paseando sus andrajos por aquí, y está perfectamente integrado. A la gente le gusta eso. Además, nunca pide nada: pasa, mira con una mirada oscura, y se va. Eso también gusta mucho: un pordiosero educado, que, por si fuera poco, habla catalán. Rodeo después el monasterio, cuyos muros y arboledas se han engalanado estos días con luces serpentínicas. Siempre me ha sorprendido que un monumento como este -la abadía más importante del condado de Barcelona durante la Edad Media- no forme parte de las rutas turísticas que tienen su epicentro (y elijo deliberadamente la palabra, de connotaciones sísmicas) en la Ciudad Condal. Aquí solo acuden los vecinos de Sant Cugat, que no parecen tener interés en que el lugar sea más conocido. El claustro, románico, de columnas dobles y capitales profusamente historiados, es de una belleza singular (y, además, está firmado: en una esquina se autoesculpió el escultor que los cinceló, aunque alguien le haya robado la cabeza), y en su centro se conservan los restos de la planta de la iglesia visigoda del siglo V que constituye el germen del templo actual. Sus muros han visto muchas cosas. A mí me gusta especialmente la historia del asesinato del abad Arnau Ramon de Biure a manos del noble Berenguer de Saltells, en 1350, por un asunto de herencias. El abad, ataviado con la capa pluvial, estaba celebrando nada menos que la misa del gallo, cuando el noble, a quien la orden benedictina le discutía el derecho al sustancioso legado de su padre, decidió afirmar su título por el expeditivo procedimiento de rebanarle el pescuezo al clérigo, una tradición, la de cepillarse eclesiásticos, en la que los catalanes -y los españoles en general- se han mostrado pródigos a lo largo de la historia. Cuenta la leyenda que, en el momento del crimen, el gallo de la veleta del monasterio cantó tres veces, aunque, desde entonces, no se ha sabido de ningún otro pronunciamiento del fasiánido, que reposa sus huesos de hierro en una discreta dependencia de la abadía. En cuanto a Saltells, huyó a las montañas de Andorra y tampoco se volvió a saber de él. Es natural: Pedro el Ceremonioso lo condenó in absentia e hizo demoler todas sus propiedades en Cerdanyola del Vallès; no era previsible, pues, que lo acogiera con benevolencia si decidía reaparecer. Cuando completo el paseo alrededor del monasterio, paso por delante de El Mesón, la taberna en la que solían reunirse en los sesenta y setenta muchos de los escritores del grupo de Barcelona, y que hoy ya no alberga tertulias literarias, sino mesas mugrientas, camareros maleducados y consumiciones carísimas. Pero, durante algún tiempo, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater, entre otros, discutían aquí de poesía, de política y de amores. Ferrater, por cierto, se suicidó no lejos de este lugar con un cóctel de barbitúricos: tenía 49 años de edad y había prometido a sus amigos que no cumpliría el medio siglo. Me siento muy distante de su sensibilidad poética, tan aplanada por las exigencias cívico-morales de aquellos años, pero le reconozco una inteligencia crítica fuera de lo común, acaso la mejor de su generación, que no fue parca en ella; y, desde luego, una abrumadora capacidad para mantener la palabra dada. Cuando vuelvo a casa, hace frío y ya casi no queda nadie en la calle, pero no me siento tan desconsolado como al salir. Sigo percibiendo una oquedad junto a mí, pero la ha entibiado lo que he visto, lo que he recordado, el mero sonido de mi voz hablándole a Xavi, la sangre movilizada por el caminar. Y me digo esa obviedad tan consoladora: mañana será otro día.

3 comentarios:

  1. Parece que hasta un poeta en castellano como Moga empieza a hacer ojitos al lavado de cerebro independentista que se está sufriendo en Catalunya.

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  2. Este comentario sugiere una dilatada imaginación y una aún más vasta capacidad para la interpretación literaria. Por más que releo la entrada, no observo dónde puede haberme visto mi interlocutor haciendo ojitos a nada, a menos que sea en mi caracterización del mozo de escuadra con el que me crucé en la calle. Pero, aunque es guapo, a mí no me van esas cosas. Que la ultraderecha española ha reclamado, y sigue reclamando, la aplicación de la fuerza en Cataluña para acabar con el movimiento secesionista es un hecho: en cualquier tertulia del criptofascismo televisivo y en no pocos artículos de la prensa cavernaria se expele, casi cada día, semejante propuesta. Que hay una campaña propagandística por parte del gobierno y de los partidos independentistas (que mi interlocutor denomina "lavado de cerebro", suponiendo que la gente es imbécil y que se deja convencer acríticamente de cualquier cosa), también es cierto, pero no es menor que el que practican el gobierno español y los partidos contrarios a la secesión. El ministro Wert, ese señor tan ilustrado y tan poco nacionalista, lo dijo con claridad: "Hay que españolizar a los alumnos catalanes". Al nacionalismo almogávar de los primeros responde el nacionalismo borbónico de los segundos. Quizá favorecería a la convivencia que en Cataluña se dejara de pensar que el resto del país es un macrófago perverso, un enemigo permanente, que solo pretende jorobar, y que en el resto del España se entendiera que el catalanismo político y el sentimiento de identidad de muchos catalanes, se comparta o no, no han nacido con Mas, ni con su independentismo actual, sino que tiene, como mínimo, 150 años de historia, y que no depende de las campañas su favor que la Generalitat promueva en la prensa. El independentismo actual es coyuntural, ciertamente: obedece a las necesidades políticas del partido gobernante: tapa su pésima gestión, distrae a la gente de la crisis, configura un objetivo y una ilusión colectivos que constituyen un señuelo irresistible para muchos, y le permite seguir en el poder. Pero, por debajo de esas circunstancias tácticas, hay un problema político de fondo que no se puede encarar con invitaciones a la violencia o con el tancredismo sonrojante de actual gobierno del PP. La actual situación de choque y de manipulación en Cataluña me asquea; tanto, que ha contribuido decisivamente a que me marchara de aquí (debo de ser, pues, el primero que le hace ojitos a nada mientras se aleja corriendo de ello). Pero no me gusta mucho más lo que veo en el resto de España: antagonismo y la misma manipulación.

    Con un saludo cordial.

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