lunes, 16 de septiembre de 2013

La mayoría de edad

Entre las muchas cosas que les gustan a los ingleses están las colas y las normas. Las primeras son una institución británica, tan querida y respetada como la monarquía. Hay colas para todo: para subir al autobús, para cruzar la calle, para pedir la pinta de cerveza en el pub. Y, cuando solo hay una persona esperando, hay una cola de uno. Las normas son también un bien histórico-artístico de este país, o de los países anglosajones, en realidad: en los Estados Unidos he constatado el mismo espíritu, fortalecido por su colosalismo. Ayer entramos en una tienda de caridad, una de esas reboticas de las que están llenas las ciudades inglesas, en las que se puede comprar casi de todo, de segunda mano, y cuyos ingresos se destinan a los pobres. Las charitable shops acreditan un rasgo nacional que deberíamos imitar en España, paraíso del nuevo rico (y, hoy, del pobre irremediable): el deseo de conservación, esto es, un saludable espíritu económico partidario de que las cosas cundan, de reutilizarlas hasta que ya no pueda sacárseles más provecho. En lugar de cambiarse el coche, en perfecto estado, a los cuatro años, lo mantienen en funcionamiento hasta que se ha convertido en una antigüedad, y entonces lo lucen como tal; en lugar de tirar la ropa al contenedor cuando aparece el primer siete, la recosen y la siguen empleando; en lugar de hacer añicos el jarroncito recuerdo de su visita a Torremolinos, o arrumbarlo en algún rincón donde se apilan las cosas feas, lo meten en el maletero del coche y lo venden en un mercadillo, o lo donan a la charitable shop. La de ayer la atendía una señora diminuta, que se estaba comiendo una manzana. Álvaro había elegido dos películas, Cartas desde Iwo Jima y Sweeny Todd, y se acercó a pagarlas. Pero la señora le indicó que, dado que la segunda era para mayores de 18 años, tenía que acreditar que era mayor de 25. No entendí a) la discrepancia temporal; y b) por qué la primera, en la que hay muchos más muertos que en la segunda (y asesinados de muchas más maneras: tiroteados, abrasados por lanzallamas, destripados por granadas, aplastados por tanques, cosidos a bayonetazos...), podía verla un menor, pero esta, que apenas reúne unos cuantos fiambres, requería ser casi padre de familia. Eché ambas incomprensiones al inventario de las cosas que no entiendo en Inglaterra, que son muchas, todavía. Sin embargo, lo más sorprendente fue que, al decirle a la dama que los compraba yo, también me pidió que acreditase que era mayor de 25 años. Reconozco que algo así tuvo, a bote pronto, un efecto rejuvenecedor: que me pidieran demostrar la edad no me sucedía desde que era menor de edad, hacía más de 30 años. Pero luego el placer dejó paso al estupor. Le respondí a la dependienta si era realmente necesario que alguien como yo, con pelo y barba canos y arrugas en el cuello, acreditase su edad, y ella se apresuró a señalar con el dedo un cartelito, pegado a la máquina registradora, en el que se pide al público que no se ofenda si le solicitan la acreditación de la edad. "Oh, no, señora -le respondí-, no estoy ofendido; solo estoy estupefacto". Pero la dama lucía, entre mordisco y mordisco a la manzana, una mirada inexorable. Ella sabía que la norma exigía que cualquiera que quisiera comprar una película para mayores de 18 años debía demostrar que tenía 25, y ese cualquiera era cualquiera, ya se tratase del arzobispo de Canterbury o de una anciana con bastón. I still have to ask, you know. Sí, lo sabía: ella tenía que pedirlo. Le enseñé el carnet de identidad, donde le costó trabajo encontrar la fecha de nacimiento: 14 de septiembre de 1962, cuando hacía solo ocho años que Isabel II había accedido al trono. Verificado el exacto cumplimiento de la norma, y garantizado, pues, que no se alteraba en la mínima proporción el orden social, la señora me entregó los vídeos, mientras rebañaba con aplicación el corazón de la manzana. I still have to ask, you know.

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