domingo, 15 de septiembre de 2013

Cumpleaños

Ayer cumplí 51 años. En mi quincuagésimo aniversario, creí haber llegado a una especie de meta temporal, a un límite inverosímil y magnífico. Compruebo sin sorpresa, pero con desaliento, que ningún momento, que ningún aniversario, es llegada de nada, sino un punto infinitesimal en el flujo arenoso de la vida. Me interno, pues, en los cincuenta, con el paso orientado ya a la frontera senil de los sesenta, y recuerdo aquella lectura de Jose Kozer en Barcelona, hace ya mucho tiempo, que el magnífico poeta cubano inició diciendo: "Ahora que tengo, como en un sueño, sesenta años...". Un sueño, sí, que entonces me parecía, referido a mi propia vida, lejanísimo, y que ahora asoma ya como una realidad ominosa. Celebramos el cumpleaños visitando la National Gallery, en la que nunca había estado. Fuera, en Trafalgar Square, se celebraba un concierto de música electrónica, cuyo estruendo desopilante se sumaba, en las inmediaciones del museo, al más modesto, pero no menos tenaz, de un gaitero escocés, a las inflexiones tropicales de un mulato que cantaba reggae y al retorcimiento vocal de una soprano aficionada. Un pandemonio sonoro, al que contribuía el fragor de los miles de turistas agavillados en la plaza. Entramos en la Gallery empujados literalmente por la música. Resulta sorprendente que, en una ciudad tan cara como Londres, los grandes museos nacionales sean gratuitos. Esa es una magnífica concesión a la cultura, pero también a la cultura de masas. La National Gallery estaba abarrotada. Todo está siempre lleno en Londres, y los museos no son una excepción. En las imponentes salas se congregaban cientos de mirones de todo el planeta, aunque, en estas circunstancias, siempre me pregunto cuántos miran por placer, por interés artístico, y cuántos lo hacen porque eso es lo que hay que hacer cuando se está en Londres, es sábado, llueve y fuera hay un ruido horroroso. Los girasoles de Van Gogh, por ejemplo, eran prácticamente invisibles: un batallón de ingleses, aleccionados por una guía que parecía Miss Marple -y que se explicaba con su misma parsimonia-, vedaba el acceso al cuadro. Nos concentramos en las salas dedicadas a la pintura española, y gozamos con La Venus del espejo, de Velázquez, y sus magníficas nalgas; con los santos y las vírgenes -aunque siempre un poco pastelescos- de Bartolomé Esteban Murillo, así como con su autorretrato, en el que parece un registrador de la propiedad al que le hace falta un corte de pelo; con las figuras rocosas, cercadas por lo negro, de Zurbarán; con el difuso Don Andrés del Peral, de Goya, el pintor más contemporáneo que ha habido antes de la contemporaneidad. Luego volvimos al caos de la plaza de Trafalgar, que se desarrollaba como un remolino en torno al huso gigantesco de Nelson. De vuelta a casa me entero, gracias a un correo de Isabel Huete, que Antonio Ortega ha publicado hoy una reseña de Insumisión en Babelia. Consigo el periódico en Victoria Station. La lectura que ha hecho Antonio del libro es querenciosa y cabal: un estupendo regalo de cumpleaños.

2 comentarios:

  1. Como no sabía que te habías ido a Londres pensé que ya lo habrías leído. Me alegro un montón haberte dado la noticia, que hayas podido leerlo y que te alegrara comprobar de la mano de un crítico lo que muchos pensamos: que tu libro es magnífico.
    Por mi parte, me alegro que hayas iniciado este blog para no perderte de vista y seguir disfrutando de tu palabra escrita, en este formato o en cualquier otro que elijas.

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    1. Gracias por tus palabras, Isabel. Es un placer que lectoras tan competentes como tú opinen así.

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